El gerente de una mediana empresa consideró que su negocio debía expandirse: había comprado su primer local, adquirido máquinas de última generación y tenía más personal; él estaba seguro de que tendría éxito comercial. Viejo guerrero, había aprendido a percibir lo que le agradaba a la gente. Por ese entonces le informaron que las ventas se habían elevado en algunos condados del país. Esto lo alentó a viajar para captar distribuidores, alquiler locales y participar en eventos, en procura de obtener ganancias que le servirían para cristalizar sus proyectos. Y el éxito fue arrollador. El personal de su confianza quedó a cargo de la administración de su tienda fundacional.
Todo iba bien, hasta que inesperadas tormentas asolaron en el viejo condado. En un santiamén lo perdió todo, no solo por el furioso desastre, sino también por la inflación que sufría el país. Era necesario volver a la capital. Regresó herido, pero no agonizante. «Tropecé -repetía como consigna durante las noches de insomnio-, pero no me rendiré jamás».
Mas en la capital la situación era más grave todavía. La administración había sido pésima y la empresa estaba a punto de colapsar. El responsable había despedido a los mejores trabajadores, dilapidó los fondos y perdió credibilidad ante los proveedores. El dueño sentía tristeza de ver ahora una tienda vacía, la que poco antes bullía de gente.
La herida supuró, pero no infectó su cuerpo. Tomó el toro por las astas y salió a la calle a rescatar a sus extrabajadores, concilió con los proveedores y hasta le alcanzaron la mercadería, pues podían ver en sus ojos la típica conducta de un ganador. Le bastaron seis meses para resurgir.