¿Por qué te has ido?

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Nunca encontraría a alguien siquiera parecida a ella. La dulzura de su voz, tan tranquila y alegre como un vals de primavera; la fragancia tan tibia de jazmines que emanaba de sus cabellos con cada uno de sus graciosos y delicados movimientos; su mirada candorosa, rebosante de afecto, a ratos melancólica, a ratos juguetona; su piel de terciopelo, tan pálida como la nieve, tan fresca como el rocío matinal; esa sonrisa tan suya, tímida y vaporosa, que no se la ganaba cualquiera; su figura de gacela, tan delgadita que le cabía completamente entre los brazos cada vez que entre ellos con fuerza la estrechaba...

Con todo el amor que cabía en su joven corazón, con todo y sus temores de volver a ser lastimada, ella le confesó que lo quería más que a su vida misma, que sería muy feliz si él también pudiera quererla. ¿Y cómo no quererla? Cada mañana se convertía en un festejo y se pintaba de arcoíris cuando ella aparecía, en el lugar de siempre, junto al pequeño árbol rodeado de sus adoradas margaritas. Ahí lo esperaba pacientemente, con toda la sinceridad de su alma de niña, con su suave esencia de mujer. Él jamás había sido tan feliz como en ese maravilloso momento, cuando ella se armó de valor y le confesó sus sentimientos, tan puros, tan tiernos. Con su rostro sonrojado e incontrolables temblores en sus manos, se le había quedado mirando, ansiosa, a la expectativa, con mucho miedo de un posible rechazo. No la hizo esperar, pues entre la euforia y la incredulidad, conmovido, le prometió que haría todo cuanto pudiera para que ella sólo conociera la alegría. La tomó de la cintura y la hizo girar en el aire, despeinándole así sus sedosos cabellos castaños, pero sacándole de lo más hondo de sí su más cálida sonrisa. Allí tuvieron su primer beso, tan apasionado y vibrante, que ella aún reía nerviosa, pero se le veía tanta ternura en la mirada...

Aquel mágico día de finales de otoño fue el más dichoso de su vida. Azumi, su frágil princesa, esa chiquilla perfecta, lo había honrado con sus bellas palabras, con sus ojitos que no le apartaban la mirada, con el rubor en toda ella, se la veía tan decidida, tan plena... Cuando se despidieron por la noche, él no durmió ni un solo segundo. ¿Cómo iba a dormir si no quería parar de pensar en ella? Esperó que pasaran las horas tendido en la cama, con una sonrisa de oreja a oreja, lleno de una gran energía. A la mañana siguiente, salió corriendo, muy apresurado, no había ni siquiera desayunado. No sentía hambre, no estaba cansado, sólo quería contemplarla otra vez, abrazarla, besarla, por siempre amarla...

Creyó que la vería allí, en su árbol, entre sus margaritas, su ángel en forma de chica. Pero no había nadie allí, sólo soplaba una brisa helada. Extrañado, se apresuró a tomar el autobús e ir directamente a su casa. Tal vez se habría quedado dormida, o quizás fue a dejar a su hermanita a la escuela... Cuando finalmente estuvo frente a su puerta, Kenshi sintió una gélida punzada en el medio del pecho, como si recibiera una puñalada. Tocó fuertemente y esperó. A su encuentro salió la madre, desecha en llanto, sollozante. "Nuestra florecita, ella... se ha ido..." Estupefacto, él quiso saber a dónde, por qué, cuándo... "No pudimos conseguir un donador a tiempo... Su corazón ya no pudo más..." Ambos se abrazaron, trémulos, dolidos, como si les hubiese caído un rayo...

Caminaba con el pecho oprimido y la respiración entrecortada. La piel de su rostro estaba ya curtida por los interminables mares de lágrimas que una y otra vez le recorrían las mejillas. No podía parar de pensar en ella y nada más que en ella. No era posible que ya no estuviera acá, que se hubiera marchado tan pronto. Todo fue tan imprevisto, tan súbito, tan irreal. Nadie podría hacer que la olvidara, eso ni pensarlo, ni siquiera atreverse a intentarlo. ¿Por qué se la habían arrebatado? Él se hubiera arrancado el corazón con sus propias manos para dárselo, morir no le importaba si era por ella. Con su último aliento, podría haberla visto una vez más y luego partir tranquilo. Pero ni tan siquiera pudo darle un breve adiós, ya no habría más de su brillo de estrella que llenara de luz todo cuanto ella tocaba, porque hasta con el roce de su sombra, él se alegraba...

Un solitario y triste anciano avanza despacio. Nada le preocupa, ya nada lo apura. Siempre viene, cada mañana, con un ramo de margaritas entre ambas manos. Se sienta largas horas a hablar sin parar. Seguramente ya debe estar un poco loco, porque no hay nadie a su lado que conteste sus preguntas, que ría de sus chistes o que consuele su amargo llanto. Pero él habla con cariño, con mucha dulzura, se inclina rostro a tierra y besa con fuerza esa tumba, la que está junto al árbol. Deja allí las margaritas y se marcha desconsolado, para volver al día siguiente y hacerlo todo de nuevo, como un ritual.

"Sigues aquí, en mi alma, como un rayito de sol te asomas a mi ventana.

Te siento siempre, muy cerca, como si la brisa me trajera tu sonrisa.

Veo tus ojos en las flores, en la lluvia, en las nubes, en los campos.

Aún huelo el perfume de tus cabellos, el sonido de tu voz me conforta.

La melodía de tus carcajadas llega a mis oídos cual si fuera una cascada.

Correteas grácilmente, tu piel resplandece mientras bien erguida avanzas.

No habrá nadie nunca más que tenga tu belleza o tu angelical elegancia.

Nuestros corazones laten juntos, somos uno, mi amor por ti jamás cesará."

No pasa un solo día en que el anciano no venga para estar cerca de su niña, rogando que pronto llegue el tan esperado momento, ese momento que espera desde hace casi sesenta años, cuando por fin tenga la oportunidad de reposar eternamente junto a ella...

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