Aquellos ojos

139 3 1
                                    

La cordura es un término tan subjetivo. Lo que es cuerdo hoy, mañana es una aberración y la aberración de hoy puede llegar a ser un estandarte de libertad mañana.

No espero que comprendas ahora a lo que me refiero, solo pido atención, paciencia y, sobre todo, una mente muy abierta. Porque hoy voy a contarte como me perdí, como devoré mi entorno e incineré mi pasado.

Todo comenzó aquella noche antes de dormir, yo encerraba a mis demonios en su celda, contándoles cuentos maravillosos de pena y perdición, cuando, de la nada, un estruendo ensordecedor me hizo salir de mi habitación. Miré en la oscuridad de la noche, buscando hombre o animal que hubiese causado tal ruido y, respondiendo a mi búsqueda, encontré un pequeño conejo gris tirado a sus extensas en mi jardín.

- Bastante escándalo has hecho – dije levantándole con delicadeza

Aquella pequeña criatura no movía un músculo, sin embargo, su tibieza y su leve palpitar me indicaban que había vida en él. Le llevé dentro de la casa colocándole en la cama del cuarto de huéspedes, después de todo él sería mi huésped por un tiempo.

A partir de ese día cuidé de mi nuevo compañero. Siendo un hombre solitario, me pareció que un ser tan pequeño y frágil como lo era aquel conejo sería perfecta compañía. Callado y condescendiente, aquel conejo comenzó a vivir conmigo como si de un hijo se tratara. En mis jornadas de largo trabajo se sentaría  mi lado en el escritorio, mirando como si de un niño pequeño se tratara.

Un día de arduo trabajo y entre mis preocupaciones, olvidé alimentar a mi fiel compañero y al parecer él lo resintió ya que, brincando de aquí a allá, fue a dar con un alhajero perfectamente cerrado que yacía sobre mi tocador. El pillo tuvo el descaro de tirar tan preciado objeto al suelo, haciendo que se convirtiera en millones de pedazos ahora inservibles.

Molesto por su intromisión, le llevé hasta la antigua habitación de huéspedes, ahora su habitación, y acomodándole un pequeño plato de comida, le dejé encerrado. Volví a mi habitación sopesando el alhajero perdido y recogiendo las pequeñas piezas de este. Entre las piezas estaba, por supuesto, relojes y esclavas de mi propiedad, las cuales, agradecí, no habían sufrido daño alguno.

Estaba por terminar mi tarea cuando el destello de una esclava, que al principio confundí por mía, llamó mi atención bajo el tocador. Alcancé con la mano hasta donde se encontraba esta y le atraje en mi dirección, retirando polvo y telarañas que en ella se habían acumulado. Inspeccionándole con más cuidado me horroricé, aquella esclava no era mía y yo sabía a quién pertenecía pero había jurado jamás volver a mencionar su nombre mientras viviera.

De inmediato, corrí hasta donde el río más cercano se encontraba y ahí arrojé la esclava, viéndole hundirse y ser arrastrada por la corriente. Creía haberme deshecho de todo lo que con él tuviese que ver, y ante la obvia prueba de no haber sido así, limpié la casa de norte a sur, no dejando ni un lugar sin revisar. Me topé con arañas, polvo, bichos y una que otra rata muerta y parecía no haber rastro de alguna otra pertenencia de él.

Más relajado, regresé por mi compañero a su habitación pero no le hallé ahí. Consternado por su desaparición le busqué por algunas horas sin tener resultados favorables. ¿A caso a la mínima muestra de dureza me había dejado? Resignado volví a casa a continuar con mis labores, no podía detener mi mundo por una criatura como era mi compañero, no lo había hecho por él, tampoco lo haría por un conejo.

Grata fue mi sorpresa, al entrar en mi habitación y encontrar a mi pequeño compañero durmiendo sobre mi cama, pero no tan grato fue notar la esclava que de su hocico colgaba. Rápidamente tomé tan horrenda pieza y la lancé por la ventana, haciendo que mi huésped despertara pegando un brinco.

Aquellos ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora