El brasero, una idea

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¿Tú sabes lo que es un brasero? Pues entre lo asfixiante de su estructura se desarrolla un escena extraña: una joven lucha a muerte con el teclado y la técnica para conseguir un bocado de genio.

Esta es Mí, una chica que odia muchas cosas, así como se relame en justicias irrealizables con el único fin de, al final, llegar a comprender mínimamente algo del mundo que tantos disgustos le ha costado habitar. Así transcurre el tiempo, y las palabras se suceden entre los alborotes de bit, ceros y unos en el ordenador de la casa, que ya está un poco viejo.

Está un poco viejo, sí, pero lo cierto es que funciona perfectamente, piensa ella, mientras se regodea ante la idea de estar plantándole cara a la obsolescencia programada.

Este extraño término, al que ella se acostumbró hace ya meses en solitario (y su lengua, intrépida desobediente, no se lo hizo nada fácil) quiere decir que en el mundo, a día de hoy, podría haber cientos de miles de toneladas -o así- de basura no biodegradable esparcida en lugares remotos y explanadas que ella intuye llenas de desperdicio; por no hablar de cuánto se lucran los sinvergüenzas que vagan por las altas esferas de la sociedad -la sociedad, o maldición temporal, tal como en su cabeza aparece escrito- que, a su vez hacen que mucha, mucha gente del mundo este tenga que pagar precios absurdos por cosas baratas que salen caras, y lo peor es que esta gente no se ampara en estos refrenes tan verdaderos como es 'lo barato sale caro' porque están demasiado ocupados en sobrevivir como para no darse cuenta del gran empujón que le están dando al inclemente futuro.

En lo alto de Mí es así: una escena cobra forma rápidamente.

Los peces gordos se condensan en un aleteante y malvado individuo, que se pone de cuatro patas enfrente de un hoyo sin fondo; el frágil ecosistema del que dependemos retrocede, enclenque, ante el confuso avance de un estúpido gigante cuya intención es ayudar, en la apariencia, pero que en el fondo avanza por nada y a consecuencia de nada, esforzándose por poner un pie delante del otro de forma cuidadosa y estúpida, por supuesto; la dirección no puede ser otra que el hoyo ante el cual se deshidrata el señor a cuatro patas. Segundo a segundo, la escena avanza, y al final el enclenque, de espaldas, se topa con el pez gordo, cae en el hoyo infinito y los dos que quedan mueren, porque no supieron usar una neurona antes de lo que sería... demasiado tarde.

También la mente de Mí baila en confusión: ¿debería sentir esto tan satisfactorio de pensar? Después de todo, es de ella misma de quien habla, de su mundo y de su vida, y de la gente que la controla: ¿por qué se siente tan bien?

Pero esto es solo una pequeña parte de lo que en Mí transcurre, porque el mundo interior de Mí es muy grande, es enorme, y cualquiera puede verlo si se acerca lo suficiente. Ni siquiera este derroche de energía e imaginación era lo suficientemente importante, en ese momento, como para ser el pensamiento que lleva los pantalones. Y es que todo su ser está volcado en trazar, destapar y contar lo que ante sus ojos se sucede: un conjunto de palabras que podría ser grande, y hacerla grande, si ella quisiera; si ella en el fondo pensara que, en realidad, las palabras y las ideas sí pueden cambiar el mundo y no fueran, realmente, el conjunto de fonemas y barato intento de comunicación que, la verdad, son.

Taladrando sus ojos raros se encuentra la luz que necesita, de formato tan romántico como no se cuántos voltios que manan de alguna fábrica lejos de allí, muy lejos, y ella se acuerda de como funciona, pero antes de poder rememorar alguna distante clase de tecnología en la bruma de quintas horas de segundo de la ESO, se dice -se asalta- ¿y por qué solo hablo de cosas que están lejos?

Así que se propone estar más centrada en cosas que pueda tocar, y que estén como mínimo, cerca. Pero es que sería tan aburrido... ¿qué es lo que tiene Mí cerca de sí? Pues una superficie redonda, acristalada, transparente, reluciente -tan reluciente como esa misma mañana de domingo ella la había dejado- bajo la cual se desata un agradable espacio con una anormal temperatura de 30 grados, para ser invierno (en este punto ella se contiene para no pensar en como funciona el brasero), y sobre la cual descansa un portátil viejo al que unos dedos nuevos no dan tregua; más allá, un flexo cuya base ella no puede ver debido a que la pantalla cubre mucho de su vista, así como no puede ver muchas otras cosas sin un motivo tan claro, y si se aventura aún más lejos, cuatro paredes blancas, rectas y encaladas; y ya está. Eso es todo lo que importa en la habitación, y mira que hay muchas otras cosas, pero a Mí ni le van ni le vienen, porque, si se es sincera, le dan pereza las cosas irrelevantes.

Y puede que se haya olvidado de algo que está más cerca y que es más importante, seguramente, y puede seguir divagando y cavilando hasta el infinito, espoleando el vórtice de cosas de pensar que no podría estar más cerca, confinado en su cráneo, ni más lejos, fuera, hacia la distancia más infinita, pero no puede negar lo innegable: que Mí es solo una palabra que uso para hablar de mí, y esto es solo una idea, mía, a ratos.

La palabra de míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora