Aunque muy relacionados con la science-fiction con la literatura onirica y con la
fantasía pura, en rigor los Mitos de Cthulhu deben adscribirse a la tradición del cuento
de miedo anglosajón.
A principios de siglo, el cuento de miedo sufrió una importante mutación. Hasta
entonces su protagonista predilecto había sido el muerto. La creencia en el retorno de
los muertos, abolida fundamentalmente junto con muchas otras creencias por el
racionalismo del siglo XVIII, vuelve -negación de la negación- en el Romanticismo.
Pero ya no vuelve como la pura creencia que era antes, sino como estética. Esta
desincronización entre el creer y el sentir queda perfectamente expresada en la célebre
frase de madame du Deffand, quien, habiéndosele preguntado en pleno siglo XVII si
creía en los fantasmas, contestó que no, pero que le daban miedo. En el Romanticismo,
ya no se cree en los muertos, pero éstos aún dan miedo.
En efecto, sabemos que la razón es mucho más plástica, ligera, cambiante y ágil que el
sentimiento y que éste está mucho más sujeto a la inercia de la memoria. Razón y
memoria son términos dialécticamente antitéticos, pues la memoria es el residuo físico
de lo que algún día fue razón y la razón no es sino el más elevado rendimiento de una
estructura espacial que, en definitiva, sólo es memoria. En la memoria han quedado
fijados esquemas emocionales y de comportamiento que, por haber demostrado su
utilidad para el individuo o para la especie, se han automatizado, abandonando, pues, el
terreno de la razón. Y por eso, cuando la razón descubre nuevos horizontes y aniquila
viejos mitos, los sentimientos ligados a éstos -más aún, determinantes de éstos-
perviven ni aún negados por la razón se resignan a morir. Tienen entonces que
abandonar sus pretensiones de verdad y expresarse -todo sentimiento se expresa siempre
de una u otra forma- en un plano estético donde reconocen de antemano su falta de
objetividad. Y así, el sentimiento, negado como creencia por la razón, niega a su vez a
la razón. Pero al negarla no se produce un paso atrás hacia la creencia, sino que, muy al
contrario, se consolida el paso adelante recién dado por la razón. Expresadas en forma
de arte, las ex-creencias pierden su fuerza sugestiva y su ímpetu embriagador. Ya como
arte -es decir, como eco emocional de una creencia que ya no lo es- se van agotando, se
van apagando hasta desaparecer o sufrir una nueva mutación.
Pues bien, como digo, el primer protagonista de cuentos de miedo fue cronológicamente
el pobre muerto. Fue el falso muerto de Ana Radcliffe, el hombre que debería haber
muerto de Maturin, el muerto no muerto de Polidori, el muerto recauchutado de Mary
Shelley o la muerta adorada y odiada de Edgar Poe. Y muchos más. Algunos de estos
muertos eran corporales y putrescentes; otros eran inmateriales como un soplo, como un aroma, como una vaga tristeza. Durante el siglo XlX, los escritores fantásticos
inventaron toda clase de muertos. En la Inglaterra victoriana, el racionalismo pegó otro
empujón y los muertos tuvieron que armarse de filosofías místicas, de
swedenborgianismo de mesmerismo y de martinismo, para poder seguir asustando. El
cuento de miedo se apuntaló así en filosofías periclitadas que le dieron cierto barniz de
verosimilitud. Decía Coleridge que, para gozar de un cuento de miedo, se necesitaba
suspender voluntariamente la incredulidad. Pero ésta era cada vez más fuerte y menos
suspendible, por lo que el autor tenía que recurrir a toda clase de argucias
pseudorracionales para coger desprevenido al lector. Y darle su pequeño escalofrío, que
es de lo que se trataba.
Pero llegó un momento en que el neo-muerto sofisticado y apuntalado de los victorianos
produjo tan poco miedo al lector como el burdo paleo-muerto -cadenas, aullido y tente
tieso- de los románticos. Y entonces el cuento de miedo sufrió una importante mutación.
Esta importante mutación se produjo a principios del siglo XX y su adelantado fue un
escritor galés casi desconocido: Arthur Machen (pronúnciese Méichin, Májen, Mashán,
Macken, McHen o como se quiera, que cada cual lo hace a su modo). Pues bien Machen
sintió que era necesario revisar a fondo el cuento de miedo. Y empezó a eliminar de él
una serie de elementos caducos: el castillo medieval, el muerto en todas sus infinitas
variedades y subespecies, la noche... En una palabra, sepultó la tramoya romántica y se
puso a escribir cuentos de miedo a base de luz, de campo, de verano, de cantos de
insectos, de piedras y de montes.
Se sabe de Machen que pertenecía a una sociedad secreta llamada "Golden Dawms'. Tal
vez fue en ella donde encontró material numinoso novelable. Quizá él mismo no quería
asustar, sino dar publicidad a aquellas doctrinas místicas. No lo sé. Pero de lo que no
cabe duda es de que sus relatos fueron aceptados como cuentos de miedo, es decir,
como pura ficción fantástica que producía un deseable estremecimiento de terror. Y esta
aceptación por parte del público apunta hacia la existencia -en éste- de una necesidad.
Pero ¿por qué el público anglosajón de principios de siglo necesitaba asustarse con
terrores nuevos, con terrores inéditos que, sin embargo, reactualizaban los terrores más
ancestrales y recónditos del alma humana?
Mejor dicho, sabemos que la emoción del terror -como toda emoción- tenia ya su
público y una larga tradición, y que, para seguirla manteniendo, la literatura fantástica
tenía que modificarse a fondo. Pero ¿por qué se modificó entonces? ¿Por qué se
modificó así?
Para comprenderlo es necesario situarse en su contexto histórico-cultural. Por el lado
histórico, tenemos inquietudes revolucionarias, pánico, atentados. Por el lado cultural,
tenemos una nueva crisis del racionalismo, expresión del fracaso de las ideas filosóficas
y sociales del siglo XVIII. Ambos lados son caras de una misma moneda. El hombre se
da cuenta entonces de que vive sobre un volcán apenas dormido. Marx enseña que las
capas sociales burguesas flotan precariamente sobre un mar social embravecido que las
ha de destruir. Freud hace ver que la razón no es más que la última capa evolutiva de la
conciencia y que, bajo ella, palpitan terrores sin nombre. La crisis del racionalismo
filosófico social y cultural es, en el fondo, una ampliación del racionalismo porque lo
que muere es sólo una forma ya caduca de la razón. La conciencia humana no sólo crece
hacia arriba, sino también hacia abajo. Y de pronto descubre que bajo ella -por debajo de los salones burgueses y por debajo del Yo- hay un mundo inmenso y reprimido que -
racionalmente- se ha de asimilar. El racionalismo, pues, engendró el interés por lo
irracional.
El arte que es expresión de sensibilidad, reflejó estas crisis, estas luchas, estos partos
dolorosos y esta gran ansiedad. Pintores, músicos, poetas y novelistas se apartaron de
los cánones académicos porque los sentían ya muertos, y se volvieron hacia los
submundos reprimidos -sociales o psicológicos- de los cuales hicieron mundos de
ficción deseados u odiados, utópicos o escapistas, puramente fantásticos o sólidamente
verosímiles. Los nuevos contenidos rompieron las viejas formas y el arte exploró
nuevos caminos de expresión. El artista rompió las tradiciones de su arte, las desintegró
en infinidad de ismos y cada uno de éstos se convirtió en protesta y huida, en martillo y
láudano. En esta revolución cultural, el nuevo cuento de miedo iniciado por Machen
representa el momento de protesta y evasión, el dolor por la pérdida de una paz
idealizada, el horror contradictorio hacia un pasado bárbaro y terrible que aún acecha en
las profundidades y también la transposición del objeto de la angustia.
Para huir de la violencia real, el joven galés se refugió en un mundo arquetípico.
Superpuesto al Londres mísero y tiznado, soñó un Londres espiritualmente transmutado.
Frente al horror de la gran ciudad mecanizada, huyó a los misterios paganos de su Gales
natal. En sus cuentos aparecieron de nuevo las hadas y las ninfas de la mitología clásica.
Exhumó literariamente los restos de la dominación romana en Gales y en sus ruinas –
ruinas clásicas, ya no medievales- hizo revivir cultos horrendos, sacrificios humanos,
sátiros y faunos, magia arcaica y ciencia hoy perdida por el hombre. Para Machen, en el
saber de los antiguos hierofantes se escondía una verdad hoy olvidada y por eso lo
sobrenatural ya es en él mucho menos sobrenatural.
Por último, debo señalar que Machen1
creó también un objeto ficticio de terror, que
encauzó el terror real de los hombres, sublimándolo. Al transponer la causa del terror, al
sustituirla por una inventada, Machen conjuró los miedos objetivos a la muerte violenta,
al futuro incierto, al terrible pasado, a la revolución y a la contrarrevolución y al
maquinismo cada vez más inhumano. La gente sentía angustia y Machen le dio una
angustia sublimada que era a la vez espuela y bálsamo. El lector angustiado sentía el
acicate del miedo como arte y, agotándolo como tal arte, sentía ese alivio que, según nos
enseña la reflexología, es una magnífica recompensa para fijar una conducta.
Desde los tiempos de Machen, los motivos de ansiedad han ido aumentando, sobre todo
en el mundo anglosajón. La guerra del 14, la revolución rusa, las crisis económicas, d
fascismo y el gangsterismo crecientes, la guerra mundial por fin, han representado
nuevos estímulos ansiógenos para el americano de los años veinte y treinta. Y, en la
literatura, el terror ha seguido proporcionando un motivo ficticio para el miedo real,
desviando al arte de sus orígenes y sublimándolo hasta hacerlo soportable. Igual que
Joyce y Faulkner bucearon en los submundos psicológicos y sociales, mientras la
música dodecafónica y el jazz y el cubismo y el surrealismo buscaban nuevos caminos
estéticos, la literatura popular abandonó sus cauces clásicos. Dashiell Hammett orientó
la novela policiaca en un sentido nuevo de violencia y sadismo y también de crítica