Los precursores
En este Libro Primero recojo algunas muestras de los trabajos que influyeron en la
estructuración de los Mitos. Y los recojo en un orden cronológico un tanto especial, a
saber: no en el que fueron escritos o publicados, sino en el que fueron influyendo en la
obra de Lovecraft.
En las páginas que siguen podrá leerse al Dunsany fantástico de Días de Ocio, junto al
que habría que mencionar también al Poe bíblico de Silencio, a la Cábala y al Bardo
Thodol, al Taob~King y al Libro de Lzyan, lecturas predilectas del joven Lovecraft.
Bierce nos habla después de la mítica Carcosa y prefigura, en su relato, el terrible
Extraño de Lovecraft. Chambers dice en el suyo El fabuloso Rey AmariUo, ese libro
espantoso cuya lectura destruye al osado lector.
Machen nos presenta un relato que subraya la existencia de retos hoy perdidos por la
ciencia. En él retorna a uno de sus temas predilectos: la índole diabólica -en este caso
narcisista- de las antiguas iniciaciones. Y Blackwood nos habla de las primitivas fuerzas
de la naturaleza salvaje.
Por último, como colofón, viene un cuento del propio Lovecraft, escrito en l918, es
decir, en plena época dunsaniana de su autor.
Este Libro Primero es, como si dijéramos, un aperitivo que invitará la digestión de los
horrores "abominables", "impíos" "sacrílegos" y "monstruosos" que vendrán después.Días de Ocio en el Yann, de Lord
DunsanyAsí bajé a través del bosque hasta la rivera del Yann y encontré, como había sido
profetizado, al barco Pájaro del Río a punto de soltar amarras.
El capitán estaba sentado de piernas cruzadas sobre la blanca cubierta, a su lado la
cimitarra dentro de su vaina enjoyada, y los marineros afanados en desplegar las ágiles
velas para dirigir el barco hacia el centro de la corriente del Yann, cantando durante
todo el tiempo dulces canciones antiguas. Y el viento fresco del atardecer, que
desciende desde los ventisqueros donde tienen sus moradas montañosas los dioses
distantes, llegó súbitamente, como las buenas nuevas a una ciudad ansiosa, a las velas
con forma de alas.
Y así llegamos a la corriente central, donde los marineros bajaron las grandes velas.
Pero yo había ido a dar mis reverencias al capitán, y a consultarle acerca de los milagros
y apariciones de los más sagrados dioses entre los hombres, cualquiera fuera la tierra de
su procedencia. Y el capitán respondió que venía de la lejana Belzoond, y que adoraba a
los dioses más pequeños y humildes, aquellos que rara vez enviaban la hambruna o el
trueno y que eran fácilmente aplacados con pequeñas batallas. Y yo le conté que venía
de Irlanda, que está ubicada en Europa, ante lo cual el capitán y sus marineros rieron
porque, dijeron, "No hay lugares como ese en todo el País del Sueño". Cuando acabaron
de burlarse de mí, les expliqué que mi imaginación moraba principalmente en el
desierto de Cuppar-Nombo, en una hermosa ciudad llamada Golthoth la Maldita, que
era custodiada completamente por los lobos y sus sombras, y que ha estado deshabitada
por años y años debido a una maldición dicha en la ira de los dioses y que desde
entonces no han podido revocar. Y algunas veces mis sueños me llevaban tan lejos,
hasta Pungar Vees, la ciudad de los muros rojos donde se encuentran los manantiales, la
que comercia con Isles y Thul. Cuando dije esto me felicitaron por la morada de mis
sueños, diciendo que, aunque ellos jamás han visto dichas ciudades, lugares como esos
pueden bien ser imaginados. Durante el resto de la velada negocié con el capitán la
suma que debería pagarle por el viaje, si Dios y la marea del Yann, nos llevaban a salvo
hasta los arrecifes junto al mar, llamados Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann.
Y ahora el sol se había puesto, y todos los colores del mundo y del cielo han
conservado un festival con él, y se han escabullido, uno a uno, antes de la inminente
llegada de la noche. Los papagayos de ambas riberas han volado a casa, hacia la jungla;
los monos, en hileras, sobre las altas ramas de los árboles, estaban en silencio y
dormidos; las luciérnagas, en las profundidades del bosque, iban de arriba abajo; y las
grandiosas estrellas salieron brillando para contemplar la superficie del Yann. Entonces
los marineros encendieron las linternas y las colgaron alrededor del barco, y la luz
destelló repentinamente sobre un Yann encandilado, y los patos que se alimentan a lo largo de sus cenagosas márgenes se elevaron de súbito, y trazaron amplios círculos en el
aire, y vieron las distantes extensiones del Yann y la niebla blanca que suavemente
cubría la selva, antes de retornar nuevamente a sus ciénagas.
Y entonces los marineros se arrodillaron sobre las cubiertas y oraron, no todos a la vez,
sino cinco o seis por turno. Lado a lado se arrodillaron juntos cinco o seis, porque sólo
oraban al mismo tiempo aquellos hombres con distintas fés, así ningún dios tendría que
oír a dos hombres rezándole a la vez. Tan pronto como alguno terminaba su oración,
otro de la misma fe tomaría su lugar. De esta forma, se arrodillaba la fila de cinco o seis
con las cabezas inclinadas bajo las flameantes velas, mientras la corriente central del
Río Yann los llevaba hacia el océano, y sus oraciones subían entre las lámparas
dirigiéndose hacia las estrellas. Y detrás de ellos, en el final del barco, el timonel oraba
en voz alta la oración del timonel, que es rezada por todos aquellos que ejercen su oficio
en el Río Yann, cualquiera sea la fe que tuviera. Y el capitán oraba a sus pequeños
dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.
Y yo también sentí que podría rezar. Sin embargo, no me gustaba rezarle a un Dios
celoso, allí donde los frágiles y afectuosos dioses, que son adorados por los paganos,
son humildemente invocados; entonces pensé, en cambio, en Sheol Nugganoth, a quien
los hombres de la selva han abandonado desde hace mucho, quien no es ahora venerado
y está solitario; y a él le recé.
Y sobre nosotros rezando, la noche súbitamente cayó, así como cae sobre los hombres
que oran al atardecer y sobre aquellos hombres que no lo hacen; sin embargo, nuestras
plegarias aliviaron nuestras almas al pensar en la Gran Noche por venir.
Y así el Yann nos condujo magníficamente adelante, pues estaba exaltado por la nieve
derretida que el Politiades le trajo desde las Colinas de Hap, y el Marn y el Migris
estaban engrosados con las crecidas; y nos llevo en su fuerza por Kyph y Pir, y vimos
las luces de Goolunza.
Pronto todos dormíamos excepto el timonel, quien mantenía el barco en la corriente
central del Yann.
Cuando el sol salió el timonel cesó de cantar, pues con el canto alegraba la noche
solitaria. Al cesar la canción súbitamente todos despertamos, y otro tomó el timón, y el
timonel durmió.
Sabíamos que pronto llegaríamos a Mandaroon. Nos preparamos una merienda, y
Mandaroon apareció. Entonces el capitán comandó, y los marineros soltaron
nuevamente las grandiosas velas, y el barco viró y abandonó la corriente del Yann y se
acercó a un puerto bajo los rojizos muros de Mandaroon. Entonces, mientras los
marineros iban y recogían frutas, yo me dirigí solo a la entrada de Mandaroon. Unas
cuantas cabañas se encontraban fuera de ella, en las cuales habitaba el guardia. Un
vigilante con una larga y blanca barba se encontraba en la puerta, armado de una
herrumbrosa lanza. Usaba unos grandes anteojos, que estaban cubiertos de polvo. A
través de la puerta vi la ciudad. Una quietud mortal se cernía sobre ella. Los caminos no
parecían haber sido hollados, y el moho era grueso en las entradas de las puertas; en el
mercado varias figuras acurrucadas dormían. Había un aroma a incienso y a amapolas
quemadas, y un murmullo constante de campanas distantes. Le dije al guardia, en la
lengua de la región del Yann, "Por qué todos duermen en esta apacible ciudad?"
Él contestó: "Nadie puede hacer preguntas en esta puerta por miedo a despertar a las
personas de la ciudad. Pues cuando la gente de esta ciudad despierte, los dioses morirán.
Y cuando los dioses mueren los hombres no pueden soñar nunca más". Y comencé a
preguntarle qué dioses eran venerados en aquella ciudad, pero él levantó su lanza pues
nadie debe hacer preguntas allí. Así que lo deje y volví al Pájaro del Río.
Ciertamente Mandaroon era bella, con sus blancos pináculos despuntando sobre sus
rojizas murallas, y el verde de sus tejados de cobre.
Cuando regresé al Pájaro del Río, descubrí que los marineros habían retornado al barco.
Pronto levamos anclas y navegamos nuevamente, y una vez más alcanzamos el centro
del río. Y ahora el sol se estaba moviendo hacia las alturas, y allí en el Río Yann nos
alcanzó la melodía de aquellas innumerables miríadas de coros que lo acompañan en su
progreso alrededor del mundo.
Las pequeñas criaturas de muchas piernas habían extendido fácilmente sus diáfanas
alas en el aire, como un hombre reposa sus codos en un balcón, y dieron jubilosas y
ceremoniales alabanzas al sol; o se movían juntas en el aire oscilando en ágiles e
intrincadas danzas; o se desviaban para evitar la arremetida de alguna gota de agua
sacudida por el viento desde una orquídea de la jungla, templando el aire e
impulsándolo delante de ellas, mientras se precipitaba zumbando, en su prisa, sobre la
tierra; sin embargo, todo el tiempo cantaban triunfalmente. "Porque el día es para
nosotras", decían, " sea que nuestro gran y sagrado padre, el Sol, cree más vida como
nosotras desde el cieno, o si todo el mundo terminase esta noche". Y allí cantaban todas
aquellas notas conocidas por oídos humanos, así como aquellas cuyas numerosas notas
que jamás han sido escuchadas por el hombre.
Para aquellas un día lluvioso habría sido como una era de guerra que desolaría
continentes durante una vida de hombre.
Y también aparecieron, desde la oscura y vaporosa jungla, para contemplar y regocijarse
en el Sol, las gigantes y perezosas mariposas. Y danzaron, pero danzaron
indolentemente, por los caminos del aire, como lo haría alguna altiva reina de tierras
lejanas y conquistadas, en su pobreza y exilio en algún campamento de gitanos, por el
pan para sobrevivir, sin embargo, más allá de aquello, jamás disminuiría su orgullo de
danzar por un momento más.
Y las mariposas cantaron acerca de cosas extrañas y coloreadas, sobre orquídeas
púrpuras y sobre perdidas ciudades rosa, y sobre los monstruosos colores de la selva
descompuesta. Y también ellas estaban entre dichas voces no discernibles por oídos
humanos. Y mientras flotaban sobre el río, yendo de bosque en bosque, su esplendor era
rivalizado por la belleza hostil de los pájaros que se lanzaban a perseguirlas. O algunas
veces se posaban sobre las flores, que parecían de cera, de la planta que se arrastra y
trepa por los árboles del bosque; y sus alas púrpuras fulguraban desde las flores, como
las caravanas que van desde Nurl a Thace, las brillantes sedas llameando sobre la nieve
cuando los astutos mercaderes las despliegan, una a una, para asombrar a los
montañeses de las Colinas de Noor.
Sin embargo, sobre hombres y bestias, el sol envió somnolencia. Los monstruos del río,
a lo largo de sus márgenes, yacían dormidos en el cieno. Los marineros armaron una tienda en cubierta, con borlas doradas para el capitán, y todos se deslizaron, excepto el
timonel, bajo una vela que habían colgado como un toldo entre dos mástiles. Entonces
narraron historias, cada una de la propia ciudad o sobre los milagros de su dios, hasta
que todos cayeron dormidos. El capitán me ofreció el amparo de su tienda de borlas
doradas, y allí hablamos por un rato, él contándome que llevaba mercancía a
Perdóndaris, y que llevaría de vuelta a la hermosa Belzoond cosas relacionadas con los
asuntos del mar. Entonces, mientras miraba a través de la apertura de la tienda a las
brillantes aves y mariposas que cruzaban y cruzaban sobre el río, me dormí, y soñé que
era un monarca entrando a su capital bajo arcos de estandartes, y todos los músicos del
mundo estaban allí, tocando melodiosamente sus instrumentos; pero nadie se alegraba.
En la tarde, cuando el día refrescó nuevamente, desperté y encontré al capitán ciñéndose
su cimitarra, la que se había quitado para descansar.
Y ahora nos estábamos acercando a la gran corte de Astahan, que se abre sobre el río.
Extraños botes de antaño se encontraban encadenados a las escalinatas. Al acercarnos
vimos el atrio abierto de mármol, donde en tres de sus lados se alzaba la ciudad sobre
columnas. Y la gente de aquella ciudad paseaba por el patio y las columnas con
solemnidad y cuidado, de acuerdo a los ritos de ceremoniales antiguos. Todo en dicha
cuidad era de antigua factura; la talla de las casas, que, cuando el tiempo las ha
quebrado, se han mantenido sin ser reparadas, era de los tiempos más remotos, y por
todas partes había representaciones en piedra de bestias que hace mucho tiempo dejaron
de existir sobre la Tierra--el dragón, el grifo y el hipogrifo, y las distintas especies de
gárgolas. Nada podía encontrarse en Astahahn, ya fuera material o costumbre, que fuera
nuevo. De esta forma, ellos no tomaron nota de nuestra presencia, sino que continuaron
sus procesiones y ceremonias en la antigua ciudad, y los marineros, conociendo su
tradición, no tomaron nota de ellos. Pero yo, al acercarnos, me dirigí a uno que se
encontraba al borde del agua, preguntándole qué hacían los hombres en Astahahn y cuál
era su mercancía, y con quién la comerciaban. Él dijo: "Aquí hemos encadenado y
esposado al Tiempo, quien de otra manera asesinaría a los dioses".
Le pregunté qué dioses veneraban en dicha ciudad, y él dijo: "Todos aquellos dioses que
el Tiempo no ha matado aún". Entonces se dio la vuelta y no diría nada más, y se afanó
en comportarse de acuerdo a la antigua costumbre. De esta forma, de acuerdo a la
voluntad del Yann, nos dirigimos hacia delante y dejamos Astahahn, y encontramos en
mayores cantidades a aquellas aves que hacen de los peces sus víctimas. Y eran de
plumaje maravilloso, y no venían de la jungla, sino que volaban, con sus largos cuellos
estirados delante de ellos, y sus patas descansado hacia atrás en el viento, directamente
río arriba sobre la corriente central.
Y la tarde comenzó a recogerse. Una niebla blanca y gruesa había aparecido sobre el
río, y suavemente se estaba elevando. Se asía a los árboles con largos e impalpables
brazos, elevándose más y más, enfriando el aire; y unas figuras blancas se alejaban
hacia la selva, como si fueran los fantasmas de marineros náufragos buscando
furtivamente a aquellos espíritus del mal que hace tanto tiempo los hicieron zozobrar en
el Yann.
Mientras el sol se hundía detrás del campo de orquídeas que crecía en las enmarañadas
cimas de la selva, los monstruos del río se asomaron, revolcándose, del lodo en el cual
habían descansado durante el calor del día, y las grandes bestias de la selva bajaron a beber. Las mariposas, hacía poco, se habían ido a descansar. Y en los pequeños y
estrechos estuarios que pasamos, la noche parecía ya haber caído, a pesar de que el sol,
que para nosotros había desaparecido, aún no se había puesto.
Y ahora los pájaros de la selva vinieron volando a casa, muy por arriba de nosotros, con
la luz del sol resplandeciendo rosada sobre sus pechos, y bajaron sus alas tan pronto
como vieron el Yann, y se dejaron caer sobre los árboles. Y la mareca comenzó a subir
el río en grandes bandadas, todas silbando, y súbitamente todas virarían e bajarían
nuevamente. Y allí, junto a nosotros, estaba el pequeño y tornasolado turro, con su
forma de flecha; y oímos los gritos variados de las bandadas de gansos, los cuales,
según me contaron los marineros, habían recién llegado cruzando las cordilleras de
Lispasian; cada año venían por la misma vía, cerca de la cima del Mluna, dejándolo a su
izquierda; y las águilas montañesas conocen el camino por el que vienen y, según los
hombres, hasta la misma hora, y cada año las esperan por la misma vía tan pronto como
las nieven caen sobre las Planicies del Norte. Pero pronto estuvo tan oscuro que no
vimos más a esas aves, y sólo oímos el zumbido de sus alas, y de otras tantas
innumerables, hasta que todas se establecieron en las riberas del río, y fue la hora en que
las aves nocturnas salen. Entonces los marineros prendieron las linternas para la noche,
y aparecieron enormes mariposas nocturnas, aleteando alrededor del barco, y por
momentos, sus magníficos colores eran revelados por las linternas, para pasar
nuevamente a la noche, donde todo era negrura. Y nuevamente los marineros oraron, y
posteriormente cenamos y dormimos, y el timonel tomo nuestras vidas a su cuidado.
Al despertar descubrí que realmente habíamos llegado a Perdóndaris, la famosa ciudad.
Pues allí, a nuestra izquierda, se alzaba una ciudad hermosa y notable, y de lo más
agradable a la vista, luego de la selva, que estuvo tanto tiempo con nosotros. Y
atracamos cerca del mercado, y toda la mercancía del capitán fue exhibida, y un
mercader de Perdóndaris la estaba observando. Y el capitán tenía en la mano su
cimitarra, y golpeaba furiosamente la cubierta con ella, y las astillas volaban desde los
blancos maderos; porque el comerciante le había ofrecido un precio por la mercancía
que el capitán había considerado como un insulto, hacia sí mismo y hacia los dioses de
su tierra, de quienes ahora hablaba como grandes y terribles y cuyas maldiciones eran
espantosas. Sin embargo, el mercader agitó sus manos, las cuales eran realmente gordas,
mostrando sus rosadas palmas, y juró que no pensaba en sí mismo, sino solamente en
las pobres gentes de las cabañas, más allá de la ciudad, a quienes él deseaba vender la
mercancía al precio más bajo posible, sin obtener él ninguna remuneración. Pues la
mercancía consistía principalmente en el grueso toomarund, que en el invierno aleja el
viento del suelo, y tollub, que la gente quemaba en pipas. Entonces el mercader dijo que
si ofrecía un piffek más, la pobre gente se quedaría sin su toomarund para el invierno, y
sin su tollub para las tardes, o de otra forma, él y su anciano padre morirían de hambre.
En ese mismo instante, el capitán llevó su cimitarra hacia su propia garganta, diciendo
que era un hombre arruinado, y que nada más quedaba para él que la muerte. Y mientras
cuidadosamente levantaba su barba con la mano izquierda, el mercader miró
nuevamente la mercancía y dijo que, en vez de ver morir a un capitán tan valioso, un
hombre por el cual había concebido un aprrecio especial al verlo por primera vez
manejar su barco, prefería que él y su anciano padre perecieran de hambre, por lo que
ofreció quince piffeks más.