La historia de Inca

362 2 0
                                    

Odio el silencio, se dijo en voz baja. Lo suficientemente baja para romper el silencio pero no perturbarlo. Había dejado la televisión del otro cuarto encendida para escuchar al menos un murmullo. De nada sirvió. El murmullo fue tragado por el silencio tan pronto como entró a la cocina. Odio el silencio, se repitió no porque le gustara decir lo obvio, sino porque acababa de descubrir una cosa nueva de él.

Eso le gustaba. Inca a menudo pensaba en si mismo como algo desconocido. Su cuerpo, mente, necesidades, gustos, aversiones aparecían y resultaban sorprendentes. En ocasiones eran cosas totalmente nuevas, como ahora que descubría su odio por el silencio. Otras veces, como cuando cayó en cuenta que amaba el sabor de la vainilla, eran cosas que habían sido habituales buena parte de su vida y en cierto instante se le revelaban por arte de magia. Le gustaban esas revelaciones, o epifanías.

Una semana antes había leído «epifanía» en un cuento de caballeros medievales. Ingresó la palabra en el buscador de la computadora y supo que esa palabra era la que describía esos momentos especiales en que sabía algo nuevo de él. Desde entonces tenía ganas de decir en voz alta la palabra «epifanía» delante de otras personas.

Eso, lo sabía perfectamente Inca, tal vez no fuera buena idea.

Los adultos solían ver a Inca como cosa extraña. Por regla general lo evitaban y sólo le dirigían la palabra si era absolutamente necesario. Tal vez por su pequeño tamaño. Tal vez por la palidez exagerada que se aferraba a su piel y le daba a Inca un aspecto poco amigable. Tal vez era que Inca tenía sueño siempre, dormía más de lo habitual, y soñaba cosas extrañas. Tal vez era las cosas que decía en voz alta mientras dormía y que otras personas escuchaban e interpretaban como las voces de un loco, un niño loco.

Inca sabía que era un niño loco, demente, orate, chalado, insano, psicológicamente inestable porque era la forma en que los adultos hablaban de él. Cuando hablaban de él.

Los niños de su edad también le huían. Eso era peor que con los adultos. En la escuela había un niño obeso. Sus compañeros se burlaban del niño obeso. Solían meterle el pie o empujarlo para verlo rodar. Hacían gestos y decían cosas ofensivas cuando pasaba junto a ellos.

Inca hubiera dado cualquier cosa por ser el niño obeso. Al menos el niño obeso recibía un tipo de atención. Le dirigían la palabra y lo tocaban. Con Inca las cosas eran distintas. La mayoría de las veces caminaban del otro lado del patio o de la calle, le daban la espalda y corrían para alejarse. En el salón tenía asignada la última butaca, y su profesor nunca hizo nada para integrarlo al grupo.

El silencio de la cocina le resultaba incómodo. Era el mismo silencio de una sala abarrotada de gente que no quería escucharlo. Pero estaba solo. Su abuelo, como siempre, yacía tumbado en la cama de su cuarto en el piso de arriba, soñando en voz alta con animales que eran la mezcla de otros animales. Su abuelo dormía aún más que Inca, y las cosas que decía en voz alta eran palabras en idiomas que Inca no conocía. El abuelo, además, gritaba y manoteaba con gran estrépito. Los sueños del abuelo eran eternas peleas. En muchas ocasiones Inca había ido a visitarlo a su cama para descubrir en qué soñaba él mismo. Nada en el agitado sueño del abuelo le daba alguna pista.

Inca nunca recordaba lo que había soñado.

Hasta ese momento en que había ido a leer un cuento a la cocina.

Cuando el silencio se hizo evidente y pesaba como una loza en su espalda.

En que sintió, de pronto, cómo los vellos de sus brazos se erizaban y la piel de la frente se humedecía fríamente.

Hasta ese momento en que supo que odiaba el silencio, luego que aborrecía el silencio, luego que, para decirlo de mejor manera, el silencio le producía terror.

El terror de saberse solo y, al mismo tiempo, estar con alguien más en el mismo espacio.

Porque fue el momento en que recordó, como en una epifanía, cuáles eran sus sueños recurrentes.

Fue el momento en que Inca murió por primera vez en su vida, en que corazón y pulmones y cerebro y la delgada piel de su cuerpo dejaron de funcionar por segundos.

E Inca supo algo más. Para Inca, más aterrador que el silencio era cuando éste se rompía.

«No perteneces aquí» dijo una voz verde que provenía de algún lugar a sus espaldas.

No era la voz del abuelo.

No era el murmullo silenciado de la televisión.

Era la voz de algo muerto, algo que tal vez nunca hubiera estado vivo y vagara, malignamente, en los pasillos de su casa.

Inca, viva imagen de la debilidad, lanzó un grito desde el sofoco. Lanzó un grito desde la locura verdadera, no la que le achacaban los adultos, sino la que nace desde la incomprensión. Un grito largo, inverosímil, que reventó los focos y produjo oscuridad. Un grito tan de otro mundo que abolló las sartenes, y explotó el abdomen abultado de las arañas de debajo de la estufa.

Un grito que hizo que la maldad, que allí se manifestara, tuviera miedo, y desapareciera, volviéndolo a dejar solo.

Y en silencio.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Nov 12, 2011 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

CuentarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora