CAPÍTULO 1
El taller del maestro zapatero estaba tan iluminado que la luz, brillante y excesiva, casi producía dolor en las pupilas. De hecho, nada más entrar, tenías que bizquear un par de veces con cara de idiota hasta poder acostumbrarte y poder ver algo.
Todos los objetos y herramientas del taller estaban increíblemente ordenadas en sus repisas y ganchos, algo extraño, aunque quizá necesario, tratándose de un lugar por donde pasaban centenares de personas cada día, cada una de ellas con sus propias exigencias y, en ocasiones absurdas, peticiones.
Siguiendo un orden por demás lógico, los zapatos que todavía no habían sido revisados reposaban, colocados un par junto al otro, en una repisa junto a la puerta de entrada.
Los zapatos cuya reparación ya había comenzado se encontraban junto a los anteriores, pero mucho más cerca de la mesa de trabajo.
Los zapatos que sólo precisaban un último retoque se hallaban justo junto a la mesa.
Y, por fin, los zapatos ya terminados, se encontraban al otro lado de la mesa, cerca de la puerta de salida, listos para volver a calzar los delicados pies de sus dueños.
La mesa de trabajo mostraba, a su vez, tanto orden como el resto del taller. El maestro zapatero así lo exigía, tanto a sus ayudantes como a sí mismo.
—Un taller debe ser manejado como el resto del reino, con mano firme y disciplina –repetía el maestro zapatero una y otra vez, alzando los ojos hacía el techo del taller e inflando el pecho con orgullo.
Los aprendices oían esta misma frase al menos diez veces al día, por lo que el efecto que provocaba en ellos era el mismo que el sonido de una mosca al volar, o sea, ninguno.
No es que los muchachos no respetaran a su maestro, todo lo contrario, era simplemente que el maestro Alfredo se lo tomaba todo demasiado en serio.
Trataba a cada cliente, ya fuera noble o el más mísero campesino como si fuera el único en el mundo. Ponía en cada puntada y en cada paso de encolado tanta atención y concentración como si se tratara del último paso para lograr la piedra filosofal.
Dedicaba noches enteras al diseño del par de zapatos ideal. Y no podía quejarse, porque sus clientes siempre estaban contentos con su trabajo. Siempre acertaba, incluso cuando los propios clientes no sabían muy bien lo que querían.
Tenía una gran capacidad de trabajo y exigía lo mismo de sus aprendices, porque sólo de ese modo se convertirían en los futuros maestros zapateros del reino de Clavel.
La jornada del maestro zapatero comenzaba a las seis de la mañana y exigía que hasta el último de sus aprendices estuviera allí a esa hora, lavado y desayunado, dispuesto para el trabajo. Cada retraso era castigado con una ración extra de limpieza de taller.
Quizá todo esto os haga pensar que el maestro zapatero era un viejo áspero y enfurruñado, que dedicaba su tiempo a la tortura de sus aprendices. ¡Nada más lejos de la verdad! Al menos en parte…
En realidad, el maestro zapatero no tenía nada de viejo.
Era apenas un muchacho cuando se hizo cargo del taller del antiguo maestro zapatero, maese Eustaquio, de eso hacía ahora cinco años. Y desde entonces, el negocio no había hecho más que prosperar y prosperar, hasta el punto de que el maestro incluso había tenido que negarse a aceptar ciertos encargos, algo inconcebible hacía no tanto tiempo.
El maestro Alfredo era exigente, sí, pero se exigía a sí mismo mucho más de lo que exigía a sus quejicosos aprendices.
Él llegaba al taller mucho antes de que estos llegaran y se iba de allí mucho tiempo después de que éstos lo abandonaran para jugar en las plazas, libres ya de las duras tareas del día.