Ocurrió en París (Caps 1-2)

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CAPÍTULO 1

PARÍS, 1974

Soline le Fanu odiaba a los artistas. En concreto odiaba a los cientos de personas que instalaban sus caballetes, útiles de pintura y resto de parafernalia alrededor de los monumentos parisinos y se dedicaban a recrearlos en sus lienzos con mayor o menor fortuna, sabiendo que después decorarían la pared de su salón eternamente, o hasta que sus descendientes los arrinconaran en un trastero. 

A los que más odiaba con diferencia era a los artistas estadounidenses, que se colocaban en cualquier lugar, entorpeciendo el paso, captando, incluso secuestrando la luz de los demás, perorando en voz alta las excelencias de su país.

No importaba que en ese momento ella misma pareciese una de ellos, con su caballete plantado en la explanada frente a la torre Eiffel, sus pinturas dispuestas en la paleta y su mirada afilada buscando la mejor luz.

Aunque eso no era del todo cierto. Ella no era americana, era obvio.

Nadie que la viera esa tarde de primavera, con su traje de Chanel ya gastado, aunque todavía en buen uso, y que le gustaba porque era cómodo y a la vez escandalizaba a su madre cada vez que se lo ponía para pintar, cubierto por una bata salpicada con gotas de pintura, un pañuelo anudado al cuello y su melena oscura lisa y cortada hasta justo por debajo de las orejas, jamás podría dudar que era francesa. En caso de duda, podría fijarse en su pose, imperturbable, quizás excepto por un leve pliegue en el entrecejo, mientras se concentraba en buscar un ángulo especial para reflejar ese rayo de sol esquivo sobre la base sur de la torre Eiffel.

Giró la cabeza un poco hacia la derecha, como para captar mejor la luz. Alzó el pincel, lista para dar la pincelada perfecta, cuando una sombra alargada se interpuso entre ella y la luz, haciendo que bajara la mano, ofuscada.

Levantó los ojos y lo vio.

Era alto, moreno y miraba embobado la torre, sin darse cuenta de que si daba un paso atrás se llevaría por delante su caballete y el trabajo de días y días.

Excusez-moi —dijo, con voz fría y seca, aunque, en cuanto lo dijo, se dio cuenta de que él no era francés, porque no se giró ni hizo amago de haberla escuchado.

Américain”, pensó, haciendo que su casi imperceptible arruga en el entrecejo se hiciera más profunda.

Él se giró de pronto, clavando en ella unos ojos de indistinguible tono, a medio camino entre el gris y el verde. 

—Disculpe, no sabía que la estaba molestando —respondió en un lamentable francés, demostrando que sí la había escuchado después de todo, sonriendo de un modo que hizo que el sol palideciera de pronto, o al menos esa fue su sensación.

Soline se preguntó con cuántas mujeres le habían funcionado aquella sonrisa deslumbrante, esa mirada cálida y hermosa y esa voz grave. Sin duda, con cientos. Reconoció un aire depredador en él en cuanto comprobó que era joven y guapa, y que estaba sola, además. Lástima que a ella no le interesara en absoluto, a pesar de su elegancia y su indudable atractivo.

Eludiendo su mirada, comprobó la hora y vio que apenas le quedaba tiempo de prepararse para la cena con Philippe y con sus padres. Haciendo caso omiso de la insistente mirada del inoportuno desconocido, comenzó a recoger sus pinturas y su caballete, preguntándose si se daba cuenta de lo grosero que resultaba.

—Es hermosa.

La espalda de Soline se envaró al escuchar sus palabras, sin poder creer que él hubiera osado decirle algo así. Aunque, ¿qué otra cosa podía esperarse de un américain insensato y maleducado? Alzó sus gélidos ojos hacia él, con una respuesta ácida en los labios, y se sorprendió al comprobar que no la miraba a ella, sino a la torre. Se sonrojó sin remedio al comprender que sus palabras no iban dirigidas a ella. El desconocido se refería al monumento.

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⏰ Última actualización: Sep 23, 2013 ⏰

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