Mis orígenes.

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Me llamo Kibo, y soy el mayor de cuatro hermanos. En mi pueblo se asombran de los pocos que somos, pues todos mis amigos son más de familia, pero un día me dijo el anciano de la tribu que el ser tan pocos podía deberse a que mi padre se declaró a mi madre una tarde tras la gran tormenta del verano. Todos sabemos lo importante que es buscar el momento preciso para tomar las decisiones más grandes de la vida, pero aquellos meses llovió y llovió día y noche, y no era cuestión de esperar la luna llena y el cielo despejado. Pero mis padres siempre han sido muy felices. Yo nací un año después de su boda, mi hermana Bonga lo hizo al verano siguiente y los más pequeños lo hicieron a la vez varias lunas después. No es muy normal entre nosotros tener gemelos, por lo que todos auguraron a mis padres una fértil descendencia... pero todos se equivocaron.
Mi casa es, para mí, la más bonita de la aldea. Por dentro no es muy grande, porque pasamos casi toda la vida fuera, solo un par de estancias que podemos separar en más con unos biombos que nos regalaron nuestros abuelos; pero lo mejor es el porche que utilizamos, aunque llueva mucho, porque mi padre es muy hábil y ha construido un entramado que resiste cualquier tipo de inclemencia. Allí comemos casi todo el año, porque en mi pueblo nunca hace mucho frío. Realmente, lo peor son los mosquitos, que llegan en grandes bandadas porque la comida que prepara mamá huele muy bien, y yo creo que esos animales no son tontos. También tenemos un corral con gallinas, conejos y hasta una cabra que nos da leche todos los días. Y, cuando hay mercado, comemos peces.

El mercado se celebra cada dos semanas. Todavía me cuesta un poco hablar de semanas o de días, y no digamos de meses y de años... porque aquí siempre se ha hablado de lunas. Pero el padre Bernabé, del que luego contaré más cosas, no hace más que insistirnos en lo importante que es contar de la otra manera.
Estaba hablando del mercado, y diré que a mí me encanta. Primero, porque conseguimos todo lo que no tenemos de manera habitual, como los peces o algunos frutos extraños para nosotros pero que saben particularmente bien. También traen ropa, sandalias y hasta gorros. Por otro lado me gusta el mercado por el revuelo que se arma en el poblado...; con decir que algunos días hasta se suspenden las clases... Pero lo que más me fascina de los días de mercado es ponerme a pensar de dónde proviene la gente que llega y a dónde se irá después. Porque mi aldea es muy bella, pero a veces me apetecería saber qué hay detrás de las segundas montañas que se ven detrás de las primeras montañas.
Mi padre fue un día, de joven, a la capital, pero, por más que se esfuerza en contarnos cómo es, yo no logro entenderlo.

La misión es el orgullo de nuestro pueblo. El padre Bernabé la fundó cuando yo era muy niño, así que no recuerdo mi vida sin su presencia. Primero está la capilla, en la que, de vez en cuando, nos habla de su Dios –del que dice que hay que escribirlo con la primera letra más grande–, y del que cuenta que amó tanto al mundo que entregó a su hijo para que muriera por nosotros. Yo, por ahora, no entiendo muy bien todo esto, pero me gusta oír las historias que nos cuenta a veces. Luego está el botiquín, en el que el pa- dre nos cura los rasguños, algunos muy grandes, que nos hacemos con frecuencia. También nos da pastillitas que dice que curan; nos pincha..., y, en alguna ocasión, hasta viene un doctor muy importante, que se llama doctor ONG, con un maletín negro del que me impresiona lo mucho que cabe den- tro, y llega en un coche, y eso sí que es un acontecimiento espectacular, porque todos nos pasamos el día mirando el vehículo y limpiándoselo. Uno frota las ruedas para ponerlas más negras, aunque siempre nos dicen que eso no sirve para nada, y otros limpia- mos los cristales o los faros o la chapa.

Y, por último, tenemos la escuela. Aquí sí que pasamos horas y horas cada día, porque el padre Bernabé dice que todo lo que podamos aprender nos va a ser muy útil para cuando seamos mayores; y yo tampoco entiendo esto, porque, por ejemplo, hasta se ha puesto a enseñarnos raíces cuadradas y logaritmos, a lo que yo no veo ninguna utilidad; o geografía de países a los que nunca iremos; o la historia de una lucha muy cruel que dice que se llama la segunda guerra mundial, por lo que debió de haber otra que fuera la primera, y yo me pregunto que, si ya ha acabado, para qué tanto esfuerzo en aprender lo que no volverá, pero él siempre dice que el saber no ocupa lugar. En realidad el padre Bernabé consigue de nosotros que aprendamos lo que él quiera por lo bueno que es.
Ahora tengo que deciros que el nombre de mi país, en vuestro idioma, significa «Tesoro entre las montañas». Es una expresión muy afortunada –como me han dicho que afirmaría quien busca la precisión en los términos– porque, realmente, es un territorio maravilloso. Bien es verdad que yo no
conozco otros países, pero ¿quién no se enamoraría de un lugar en el que hay lo que los mayores de la tribu llaman las fuentes de la vida, y que son el sol, el agua, el viento, la selva y las montañas?
Yo todos los días me despierto con el canto del estrilda de cabeza negra, un pájaro abundante en mi zona. No necesito despertador ni otros artilugios, como requiere la gente que vive lejos de la naturaleza.
Me levanto de un salto y me lanzo co-
rriendo a la pequeña cascada próxima al poblado, donde me lavo y acabo de despejarme. Hay quien me ha hablado de las duchas e incluso de unos complicados lugares llamados spas. ¿Qué necesidad tendría la gente de acudir allí si en mi cascada el agua cae a la velocidad adecuada para enja- bonarme y aclararme rodeado de aire puro, árboles increíbles y visitantes nuevos cada día? Me refiero, como imagino que ya habréis adivinado, a los «amigos del bosque», como llamamos familiarmente a los animales que abundan por nuestra zona. Un día una suricata –de la que el padre Bernabé me comentó que ha sido protagonista de una  conocida película–; otro día, un facocero, que algunos tachan de feo, aunque yo soy de los que opinan que en mi país nada hay que pueda calificarse así –si no, no sería un paraíso–; o bien un dik-dik, así llamado por el sonido que emite cuando está asustado, y que es el antílope más pequeño que existe; o una pequeña culebra, que, aunque a muchos occidentales les resultan repulsivas, también son seres de la creación, y, cuando las logro coger, parece que hasta agradecen las caricias.
Bueno, hablando, hablando... me olvidaba decir que el agua a veces está un poco fría, pero el anciano de mi tribu dice que ahí está el secreto de la longevidad y que curtirnos en la reciedumbre está pero que muy bien.
Y ¿qué deciros de los árboles que rodean la cascada? Los hay de todos los tipos: más altos y menos altos, muy verdes o más claros, frondosos, tupidos o ligeros de ramaje..., pero lo que todos tienen en común es la belleza y lo bien que desvían el viento, haciendo que este ulule de manera a veces misteriosa, a veces amenazante y, en ocasiones, hasta romántica –hay quien afirma que es así como un árbol declara su amor a otro, a la espera de que llegue la primavera y los granos de polen puedan completar su idilio–. Sus nombres locales, pues al no ser co- nocidos fuera de mi tierra no sé cómo llamarlos en vuestro idioma, son guarea, lovoa, marantes y muchos más.
Bien. Pues, después de hablar del agua, del viento y de la selva, me falta contaros cómo son el sol y las montañas en mi tierra.
He oído que el sol es solo uno, el mismo para todos los países. Pero en mi tribu decimos que el sol siente predilección por nosotros. Aparece por las mañanas, más o menos temprano según la estación, pero siempre radiante, esplendoroso. Lo hace por detrás de una de las montañas que limitan el valle donde vivimos. La luz que nos da es limpia, pura, auténtica en palabras del padre Bernabé, que aprovecha para hablarnos de los contaminantes, una palabra que dice que no puede entenderse en nuestra tierra. Nos acaricia con un calor delicioso los hombros, los brazos, la cara y las piernas. Hace crecer los árboles. Les da su color característico. Porque en mi tierra los colores son especiales. Los verdes intensos, los rojos fuego, los amarillos, el azul... todo es diferente a los colores que vemos en los vídeos que nos proyectan en el colegio.
Y, por último, las montañas. Mi padre acostumbra a sentarse por las tardes a observarlas. En alguna ocasión, nos hemos quedado hasta el amanecer tumbados sobre la hierba, contemplando las estrellas y escu- chando los sonidos de la noche. Tengo que decir que mi padre trabaja mucho en el campo y con nuestros animales de granja, y también en pequeños servicios para otras personas. Por eso, ese es un merecido descanso. De hecho, mi padre es la persona del mundo a la que más admiro y que más ha influido en mí, aunque, si he de ser sincero, diré que a quien más quiero es a mi madre. Pero, volviendo a las montañas, diré que es al atardecer cuando mejor se observa su majestuosidad y su belleza. Impresiona el tamaño, los colores cambiantes según el sol va avanzando, la cúpula blanquecina por la nieve y las laderas verdes y grises según al- ternan unas especies de árboles con otras. La pendiente, a veces suave y con frecuencia importante, los cortados, y el agua que se adivina que avanza con fuerza, al encuentro de nuestra cascada de la que antes ya he hablado.
Ahora, de verdad..., después de contaros cómo es nuestro territorio, ¿alguien puede decir que esto no es el paraíso?

Locos por el FútbolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora