APUNTES PARÍS AISLADO.

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          Los afluentes convergen a ambos lados de La Gran Ciénaga. El barrio anegado por las riadas del Sena parece suspendido en un tremedal infinito; aguas viscosas que rezuman un vapor contaminante, producto de la descomposición de cientos de cadáveres en el fondo del lodo movedizo.

Sobre el borde de la isla se alza la fachada de Nuestra Señora, con sus grandes torreones derruidos por efecto de los bruscos cambios atmosféricos. La sonrisa de la única gárgola que sobrevive, como un esqueje de piedra sobre el adarve, muestra sus dientes mellados por la erosión.

La broza urbana desafía a los cuadrillas de limpiadores, que rebuscan entre los residuos más variopintos: coches destripados, antiguos vagones de tren desguazados, inauditas estructuras enrejadas formadas por miles de carros de supermercado abandonados, autobuses... Un monumento impenetrable.

La casa de Abdul está en el Barro Rojo, un barrio de la ciudad antigua asentado en el espacio donde antaño estuvo el Barrio Latino. El lodo arcilloso y permeable que se amontona en aquella parte de la ciénaga le presta su nombre. Paredes anegadas de maleza y hongos descoloridos que crecen en las grietas, como apéndices vívidos.

Componen el barrio varios callejones gremiales, donde son habituales las tintorerías y las tahonas de pan árabe. Justo a la entrada se yergue uno de los fuertes defensivos que delimitan el perímetro del distrito.

Como la mayoría de los moradores de Barro Rojo, Abdul es un veterano de guerra. El tiempo se ha cebado con él, convirtiéndole en una mole de sangre y huesos hundidos en grasa. Viejo, gordo y cascarrabias vive tras el mostrador de la botica que regenta en el Callejón de los Borrachos.

Sobre la parte posterior de la botica, Shafir dirige un almacén al pormenor que en tiempos albergó una fábrica de cerveza. Al callejón lo llaman la Calle del Lúpulo, pero tan solo se trata de un chascarrillo popular. Al igual que Abdul, es un ex combatiente. Ambos comparten un apartamento en la planta superior del edificio; Shafir accede ascendiendo por una vetusta escalera de hierro forjado y Abdul por medio del montacargas de la antigua fábrica, adosado a una de las fachadas laterales.

Junto a uno de los arcos de medio punto de la planta superior, la luz incide sobre un ingenio mecánico similar a un aparato radiotransmisor. El artefacto funciona en base a los viejos códigos de radiofrecuencia del ejército: frecuencia modulada y onda media. Ambos poseen conocimientos de robótica funcional e ingeniería de comunicaciones y construyeron la máquina con material de segunda mano adquirido en el mercado clandestino. El ingenio está compuesto por un galimatías de tubos de sonido, espectrómetros de longitud de onda y diales. A simple vista se asemeja a la maqueta de un estudiante de imagen y sonido. Nada perturbador.

El apartamento de Abdul y Shafir ofrece las mejores vistas de la ciénaga de todo el barrio. Y lo mejor es la fabulosa capacidad de recepción y emisión; los tejados del Barro Rojo y sus azoteas repletas de banderolas al viento funcionan como una inmensa antena. Abdul y Shafir lo llaman Radio Barro Rojo.

La RBR emite en frecuencia media para todo aquel que disponga de un viejo transistor, de los de antes de la guerra. El dial de los nostálgicos.

Con la caída del crepúsculo, los colores predominantes en la ciénaga varían de forma suave, tornando del morado al ocre y al pardo terroso sin solución de continuidad, como si de una visita virtual se tratara.

Los profundos ojos de Abdul no se apartan de la colmena que, en aquella hora tardía, conforman las azoteas del Barro Rojo. No puede evitar esa fascinación aturdidora. Desea volar, integrarse en una de las bandadas de aves acuáticas que subsisten en el límite del Cañaveral, al Oeste de la ciénaga...donde se puede respirar aire fresco y llegar cuesta la vida. Hacia el Este se abre una amplia extensión cubierta por la arquitectura aleatoria del Barrio Nuevo; un estrafalario conjunto de viviendas precarias a ras del suelo reseco, en la parte alta de la ciénaga. Allí se concentran los miembros de las tribus más desorganizadas. Las calles ostentan nombres como La Chancla Roída, La Navaja de Sangre o el Chancro Blanco pintados sobre muros descoloridos de ladrillo visto. Una deslustrada muestra de decadencia que algunos alaban como la Neu Paris. Al Oeste la Llanura de los Huesos. Allí, como si de la colada de un glacial se tratara, desembocan restos de viejos cadáveres. Los huesos sobresalen del suelo como agujas marfileñas apuntalando el cielo. Las riadas del Sena vomitan allí su pútrido excremento.

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⏰ Última actualización: May 24, 2016 ⏰

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