Primera flecha

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   Athan era un esclavo que servía en una gran oikía de la ciudad de Atenas. Sus amos eran gente poderosa, de aquellos a los que nunca les faltaba una fuente de cerdo o un ánfora de vino en la mesa.

El muchacho se esmeraba en su trabajo como jardinero y trabajaba las flores y la arboleda del patio de la oikía como si fueran su más preciado tesoro. Si de algo podía enorgullecerse un esclavo, entonces era de su trabajo.

Él era un de tantos otros esclavos domésticos. Esta clase de esclavos eran acogidos en la casa con un ritual similar al que se realizaba para dar la bienvenida a un nuevo miembro de la familia. Por aquel entonces, Athan era solo un niño, pero aún recordaba cómo se sentó en el hogar mientras la dueña de la casa echaba sobre su cabeza higos y nueces. De aquel momento atesoraba algo más, pues también se le dio un nombre. La hija de los amos, de su misma edad, fue la elegida para esa tarea.

Eligió pues el nombre de Athan, que significaba inmortal. La razón que dio la niña para su elección fue que de ahora en adelante, aquel esclavo jugaría con ella y por tanto, serviría en la casa para siempre. De esta forma, ambos niños crecieron juntos.

Quizás era esa la razón de que ahora, después de tantos años, la hija de sus amos le prestase más atención de lo que sería habitual.

Gaia era su nombre. Una joven griega de larga cabellera tan rubia como los rayos del sol. Solía llevar la melena trenzada y muchas veces, con la excusa de recoger flores para adornarla, visitaba el jardín del interior de la oikía.

Pero en realidad, el único motivo por el cual Gaia lo visitaba, era para ver al esclavo que antaño había pasado tardes enteras con ella y que ahora hacía el trabajo de jardinero.

La muchacha estaba dotada de una belleza embriagadora, de unos dulces ojos verdes y una sonrisa contagiosa. Era una joven amable y una de sus mayores virtudes era el ser indudablemente bondadosa.

Athan lo sabía, pues la había visto crecer y conversar amablemente con el resto de siervos. Cuando lo hacía, su voz era dulce y siempre sonreía, como si al hacerlo tratase de mitigar la fatiga de los esclavos.

En cambio, cuando Gaia visitaba al jardinero, su voz dulce se volvía melodiosa. Con suavidad pronunciaba el nombre de Athan, haciendo parecer que una extraña música sonaba al compás de su habla. Era como si la singular lira del cantor tracio Orfeo estuviese oculta en algún lugar recóndito de su garganta.

Al principio, el esclavo pensaba que aquella actitud cuando estaba con él se debía a su amistad y a su buena labor. Su empeño y su esmero debían haber agradado a la joven tanto como a él le agradaba su compañía. Pero cuantos más años pasaba en la casa, se daba cuenta de que Gaia era de esa forma solo con él, aunque el resto de siervos realizasen sus tareas de una forma igualmente correcta.

Gaia solo tenía ojos para aquel que miraba por las flores y Athan se maldecía por ello.

La primera vez que la vio, el día de su acogida en la familia, creyó ver a una diosa del Olimpo oculta tras la apariencia de una simple niña mortal. Lo que vio no era más que una imagen idealizada, pero incluso así, ni las joyas de un rey podían compararse con el brillo de su rostro.

Cada vez que Gaia y él se cruzaban, ella le brindaba una sonrisa mientras él la seguía con la mirada. Athan era incapaz de borrar de su mente la figura de Gaia y noche tras noches se imaginaba a la muchacha hablando tranquilamente con él en el jardín de la oikía.

El jardinero lo entendió en el momento en el que dejó de pensar en ella como la hija de sus amos, como la niña con la que había pasado tanto tiempo en sus días de infancia. Por primera vez la vio como a una joven más y lo comprendió.

"Amor".

Fue la conclusión a la que llegó. Era amor lo que sentía hacia ella. Y amor lo sentía ella hacia él.

Gaia se había enamorado de un esclavo, de un objeto. Y él tenía los mismos sentimientos hacia ella. Personas así, de una clase social baja y humilde, no podían aspirar a ser más de lo que eran por mucha suerte que tuvieran. Gaia estaba fuera de su alcance. Tan lejos, que hasta la morada de los dioses parecía más cercana que ella.

Pero aunque intentase negarlo y reprimirse, el esclavo había sucumbido al amor.

Con la caída del sol la casa se quedaba en calma, y Athan invitaba a Gaia a sentarse con él en el jardín. Ése era un ritual que habían mantenido desde la niñez. La joven siempre aceptaba y pasaban el tiempo conversando sobre cualquier cosa hasta que Athan volvía a sus labores.

De niños, Gaia decidió enseñar a leer y a escribir a Athan como pago por pasar tanto tiempo con ella. Él no sería jamás un pedagogo, pero el entusiasmo de la muchacha era más que evidente. Con el paso de los años, Gaia siguió enseñando al jardinero, ahora como pago por las flores que ella solía cortar del patio, y decía que siempre esperaba el atardecer para visitarle y continuar con las lecciones. Aquellas palabras eran para Athan tan dulces como la miel, y ponía todo su esfuerzo en aprender todo lo que la hija de sus amos le enseñaba.

Una mañana, Gaia apareció en el jardín sin aquella sonrisa que siempre la acompañaba allá donde fuese. Athan se percató de ello y la observó indecisa dar varias vueltas al rededor de los árboles y los setos hasta sentarse finalmente en la fuente del patio. Con un gesto mustio, mandó a Athan acercarse, y él, dudoso, se sentó a su lado. La muchacha entonces bajó la mirada y se quedó en silencio.

El esclavo pensó que Gaia le contaría alguna confidencia como solía hacer, pero nada le había preparado para escuchar aquello.

‒ Voy a casarme ‒dijo ella.


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¡Hola! Este será el primer capítulo de cuatro de un pequeño relato histórico y mítico que escribí hace varios años para un concurso fuera de internet. ¡Espero que os guste!

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