—No me gustan los pájaros, mamá.
— ¡Son lindos! Mira las palomitas, Antonio.
—No me gustan porque se comen las migas de pan.
—Claro, ¡tienen que alimentarse!
Antonio vio las palomas picoteando en la plaza y enfadado añadió:
—Pero si se comen las migas de pan, alguien no va a encontrar el camino de regreso a casa.
Alba sonrió y lo entendió todo. Abrazó a su hijo pequeño y le dijo:
—No te preocupes. A ti no te ocurrirá lo que a los niños del cuento. Yo te enseñaré cómo hacer para que puedas volver siempre a casa. Te prometo que no te vas a perder.
—No es por eso, mamá.
— ¿Ah, no? ¿Entonces?
—Yo tengo miedo de que un día tú no sepas cómo regresar
CAPITULO 1
Nadie cae con estilo cuando recibe un empujón.
Años atrás cuando Antonio tenía apenas 12, en su primer día de clases en el colegio al que acababa de cambiarse, recibió un empujón de su compañero y cayó a la piscina. Era la broma obligatoria de bienvenida para los nuevos. Cuando sacó la cabeza del agua vio a un montón de desconocidos riéndose de él. Los segundos iniciales fueron patéticos: los manotazos de ahogado, el agua en la nariz, el pelo en la cara y ese gesto de alelado que no entiende lo que está ocurriendo. Fue el profesor, también entre carcajadas, quien le extendió una mano para que saliera.
Cuando llegó a casa, su madre le recibió sonriente y con la pregunta habitual:
— ¿Me cuentas tu día con tres palabras?
Y, sin pensar, Antonio respondió:
— ¡Odio el colegio!
Al rato le confesó lo sucedido. Tenía los zapatos arruinados y la ropa húmeda. Las lágrimas de rabia le resbalaban por las mejillas mientras relataba cómo se habían burlado de él.
Alba, en lugar de consolar a su hijo por el mal rato, se agachó y le ordenó:
—Quiero que mañana mismo te inscribas en las clases extracurriculares de natación.
— ¡No quiero!
—Lo harás, Antonia. La próxima vez que caigas al agua que sólo se te arruinen los zapatos... no el orgullo. Y que las únicas manos que te saquen de ahí, sean las tuyas, ¿de acuerdo?
Looking the stars
Un mes después de aquel suceso Alba partió para España sin boleto de regreso, y Antonio volvió a sentir que se quedaba sin aire.
Desde pequeño se había acostumbrado a hacer maletas. Vivió hasta los 4 años en casa de los abuelos, luego se mudó al departamento que su madre y dos amigas compartían en el centro de la ciudad.
Y el siguiente destino fue el departamento de dos dormitorios que su madre logró comprar con sudor e hipoteca en la calle Lisboa. Fue entonces cuando vino el desastre y la maleta final para ambos.
La empresa en la que ella trabajaba amaneció un día cerrada sin ninguna explicación, el dueño había sacado del banco todo lo que quedaba y su última inversión de peso fue en un candado metálico con el que cerró las puertas.
Antonio tenía 12 años cuando hicieron las maletas juntas por última vez. Sólo que en esa oportunidad los rumbos serían distintos. Alba, su madre, no encontró más opción y decidió irse del país, probar suerte lejos, reventarse el alma en un lugar donde la vergüenza del fracaso tuviera testigos anónimos.
Él se quedaría en caso de Beatriz, su única tía, y su madre volaría a Madrid. El plazo para el reencuentro lo marcaba el dinero: cuando hubiera suficiente se reunirían de nuevo.
—Ya eres un hombrecito —le dijo su madre el día de la despedida, con esa palabra que sonaba a trampa, a no se te ocurra llorar, a no hagamos una escena porque entonces nos quebraremos los dos—. Eres fuerte y sé que entiendes que debo irme porque esto será lo mejor para ambos.
Antonio tenía los ojos enlagunados, pero había prometido que no lloraría.
—Prométeme que regresarás, ma.
—Te lo prometo.
Alba era una fiel militante de la alegría. Aunque a sus 29 años le habían caído encima varios aguaceros, ella siempre decía que la
sonrisa era un buen salvavidas, que la ilusión era un motor más fuerte que el de un cohete espacial. No importaba cuán complicada se pusieran las cosas; ella se sacudía, volteaba a ver a su hijo, sonreía y le decía: "No es tan grave, vas a ver que salimos de esta".
Pero aquel día, cuando se despedían, él se dio cuenta de que por primera vez su madre estaba fingiendo la sonrisa, los labios y la barbilla le temblaban, y la mirada era como una nube gris a punto de desplomarse.
—Anda, regálame un beso y una sonrisa —le dijo Alba.
Y Antonio tuvo que fingir también. Se mordió el labio inferior. Se dejó abrazar, se dejó besar, y luego vio al taxi partir.
No lloró. Ahí no. Era un hombrecito.
Esa misma tarde, con un nudo en la garganta, se lanzó al agua en la clase de natación, y durante diez minutos nadó con todas sus fuerzas, con todo su dolor. Cuando salió de la piscina un compañero le dijo: "Tienes los ojos rojos". Y Antonio mintió: "Es por el cloro".
El agua dejo de ser la razón de sus miedos y se convirtió en su desafío permanente para reaccionar cuando perdía el piso. A veces se exigía a sí mismo cruzar la piscina sin sacar la cabeza para tomar aire, llevaba sus pulmones al límite sólo para demostrarse cuánto era capaz de resistir. Otras veces lloraba en el agua, como cuando se llora bajo la ducha, y sus lágrimas escapaban sin que nadie pudiera descubrir su fragilidad.
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La lluvia sabe porque
Teen FictionHola les traigo una novela muy bonito espero les guste.