El asedio

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Rusia, Segunda Guerra Mundial. Leningrado, 20 de Noviembre de 1941.

Todo se estaba viniendo abajo, poco a poco, aplastando las esperanzas de las personas. Nadya todavía recordaba el momento en el que pensaban que el ejército no permitiría el avance alemán, todos creían tan fervientemente en que realmente no sufrirían esta guerra. Para ese momento en que dijeron que habían sido cercados, se había acabado la vida tal y como todos la conocían, y Nadya no podía evitar sentirse desesperada porque cada vez se hacía más difícil.

Intentó caminar rápidamente a través de la plaza de la catedral de San Isaac. Pero el suelo se hallaba resbaladizo, por la cantidad de nieve y hielo que había. Tenía mucho frío, su cuerpo temblaba incansablemente en un vano intento por mantener el calor. La nieve caía espesa y apremiante, barriendo en grandes capas, apenas permitiéndole ver nítidamente unos centímetros más allá de ella. Estaba segura que ese sería el invierno más frío de Leningrado. Miró hacia arriba y se dio cuenta de que ese lugar estaba inhóspito, que solo una o dos personas caminaban en diferentes direcciones. Y cerca se hallaban los puestos de la artillería antiaérea. Un poco más lejos, se hallaba el Jinete de Bronce, cubierto de tablones, que lo camuflajeaban durante los ataques alemanes; en ese momento Nadya no lo podía ver, pero la primera vez que vio la estatua cubierta, había sido tan extraño. Ella había pasado innumerables momentos delante de ella y de la catedral de San Isaac, que verlas sumida en esta guerra parecía inadmisible.

Todavía no oscurecía, había claridad en el ambiente a pesar del humo de los bombardeos, incendios y cañones antiaéreos, pero aún con ese poco de luz, la iglesia parecía gris y la cúpula dorada no era admirable. Era deprimente recordar los momentos brillantes y felices delante de un lugar que carecía de algún tipo de vida.

Terminó de cruzar la plaza, y y comenzó a caminar a la sombra del techo saliente de un edificio. El aire era como un puñetazo gélido, y le cegaba la visión, por lo que debía mantener la cabeza gacha, evitando así la ceguera que provocaba. Le dolía el rostro por los azotes del aire frío. Con ese tiempo tan implacable lo único que Nadya conseguía pensar era en llegar a su casa a dormir delante del poco calor de la estufa. Quería dormir, dejar de hacer un esfuerzo que en ese momento parecía innecesario. Su cuerpo resentía cada paso que ella daba, y la obligaba a bajar el ritmo, pero su cerebro sabía que en cualquier momento podría haber un bombardeo, así que volvía a la marcha. Una lenta y eterna marcha.

Delante de ella vio a un hombre como de unos cincuenta años. Era flaco a más no poder, y tenía un aspecto de clase intelectual, podría haber sido escritor. Iba bien vestido, con un abrigo de cuello. Tenía una nariz aguileña, de un color parecido al morado y sus labios estaban completamente blancos. Pero lo que llamó su atención es que ese hombre estaba llorando, derramaba lágrimas mientras caminaba con dificultad a través de los destrozos. Sus manos estaban agarradas delante de su pecho, y repetía con voz temblorosa: "¡Me estoy congelando, me estoy congelando!".

Nadya se sintió horrorizada, y acercándose hasta el sujeto, le preguntó con dificultad:

— ¿Necesita ayuda? ¿Puedo acompañarle a algún lugar? — ella no podía ofrecerle un lugar caliente, porque ni ella tenía. El hombre la miró, todavía con lágrimas, y negó con la cabeza.

— No, no se preocupe por mí — le dio una trémula mueca y pasó de ella, de la misma manera torpe con la que había estado caminando. Nadya retrocedió sobre sus pasos, y se colocó al lado de él.

— ¿Puedo aunque sea hacerle compañía? — Nadya se dio cuenta del esfuerzo que suponía elevar su voz, cada vez que hablaba, parecía que el aire se llevaba sus palabras. El hombre volvió a negar con la cabeza de manera efusiva.

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⏰ Última actualización: May 28, 2016 ⏰

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