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Abrí los ojos tímidamente. Me pesaban los párpados y no podía mover ninguna de mis articulaciones. Sentía el hormigueo de mis dedos dormidos. ¿Dónde estaba? No reconocía aquel lugar. Aunque tan solo podía divisar el techo del habitáculo... Era un techo de madera oscura y vigas descubiertas. Aquella madera parecía haber sido presa de múltiples golpes de humedad. Pude observar también una cuidada telaraña en una de las vigas. Brillaba como si los hilos fueran de plata.

Poco a poco conseguí sentir de nuevo mis dedos. Levanté cuidadosamente mis brazos como pude y los miré. Estaban intactos. Ni un rasguño. ¿Cuánto tiempo llevaría durmiendo? Lo último que recordaba era un golpe contra otro coche, los cristales golpear mi rostro, un trozo de metal atravesar mi cuerpo y... ese sabor. El metálico sabor de la sangre...

Entonces, ¿dónde estaban todas aquellas heridas? No me dolía nada. Conseguí incorporarme y ví que estaba tapada por una sábana de nylon de color blanco parduzco. Me incorporé lentamente y levanté mi camiseta. No tenía ninguna herida...

Mire a mi alrededor: estaba en una casa rústica. Las paredes eran de piedra, una chimenea encendida y el olor a madera de roble quemándose mezclado con un tenue pero notable olor a humedad. Una bota de vino colgada en la puerta de lo que parecía la cocina, donde también había una cocina de leña. Entre el olor de madera quemada pude percibir el de una cuadra y paja mojada.

Y un chirriar de madera vieja. Observé con más atención y vi a una anciana tejiendo con los ojos cerrados en una vieja mecedora a la que le hacia falta una mano de barniz. Posiblemente estaría tejiendo una bufanda, esa era la impresión que daba, pero aquella bufanda mediría a ojo unos cuatro metros. La lana que usaba estaba desgastada y parecía usada.

-¿S-señora?- titubeé un poco.

La anciana abrió los ojos y pude ver que estaban completamente blancos. Dejé escapar un pequeño grito y salté hacia detrás tapándome la boca.

-¿Gran?-dijo la anciana moviendo la cabeza de izquierda a derecha.

-¿Disculpe? No la entiendo...- dije asustada.

-¡GRAN!- gritó más fuerte soltando las agujas de tejer y haciendo aspavientos con los brazos, saltando y tirándose del canoso pelo.

-Tranquila Gervasia- dijo un sonriente hombre rechoncho que salió de la nada mientras recogía la labor de punto. Le acarició la cabeza a la anciana y volvió a cerrar los ojos. Recogió el punto, se despidió de mí con la mano y salió de la casa. Cuando abrió la puerta pude notar un viento frío que se clavaba en mi espina dorsal como mil cuchillos...

-Perdónala. Se quedó ciega y perdió un poco la cabeza. Pero Gervasia es inofensiva. No le tengas miedo. Yo soy Federico, el alcalde del pueblo- se presentó ofreciéndome su mano derecha con la misma sonrisa de antes.

-Yo me llamo Abilia-contesté aceptando su mano y levantándome de la cama-Pero...-miré a mi alrededor otra vez-¿Dónde estoy?

-Este pueblo es Shinda. Está en las montañas-contestó Federico ampliando su sonrisa y dándose la vuelta.

-¿En cuales?

-¿Es que no te gustan las montañas?-pregunto girando su cuello exageradamente, abriendo mucho sus ojos, dejándolos en blanco y chasqueando la lengua.

Retrocedí. Me daba más miedo que Gervasia.

-No es eso... es que yo solo recuerdo que tuve un accidente y no se si se habrán enterado mis familiares y...

-El aire de la montaña es muy sano-me interrumpió poniendo sus manos en la espalda y agarrándoselas mientras se balanceaba.

-No, si no digo eso, es que...

ShindaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora