Los ángeles no tienen espalda

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Emilia descendió las escaleras que llevaban a la estación del metro cuidando cada paso, tratando de no tropezar con sus delicadas sandalias de verano. Sintió su vestido ondear con la brisa proveniente del túnel, y se apresuró a contener su falda con sus pequeñas manos, tratando de evitar que su ropa interior quedara expuesta al resto de los usuarios del transporte público arremolinándose a su alrededor.

Pero nadie la estaba mirando. En Buenos Aires nadie miraba a su alrededor cuando circulaba por las calles, demasiado absorto y preocupado en si mismo como para notar algo. Emilia no estaba habituada a esta indiferencia, habiendo nacido y crecido en una pequeña ciudad. Sin embargo, en ese instante, sintió un placentero alivio en que nadie le prestara atención.

Descendió los escalones que faltaban hasta el andén y aguardó, junto a otra centena de personas, el arribo del tren. Como cada viernes por la tarde, en el horario de retorno a casa, la estación estaba colmada, lo que sólo podía significar que el viaje de vuelta sería tan tedioso como de costumbre.

Miró a su alrededor aburrida, cambiando el peso de un pie al otro, rogando para que el tren llegara y todo transcurriera rápidamente, ansiosa por llegar al santuario de su hogar.

Divisó al tren acercándose a la estación y sintió que a su alrededor todo se alborotaba, como de costumbre, como un avispero. Las personas a su lado se inclinaron hacia delante, desesperadas por ingresar al vagón en primer lugar y ocupar alguno de los pocos asientos disponibles.

Emilia suspiró resignada. Ni siquiera intentó abrirse paso entre la multitud, sabiendo de antemano que era una causa perdida y no deseando enfrascarse en una lucha casi salvaje por un simple asiento. Se abandonó a la idea de soportar el tedio del viaje parada, apretujada entre miles de extraños, envuelta en sudor ajeno y olores de diverso origen.

Caminó, casi tambaleándose, entre el resto de las personas, oprimida entre otra infinidad de cuerpos, hasta que logró ubicarse en el pasillo, entre los asientos, y tomar una de las manivelas para mantener el equilibrio.

En ese momento se odió por haber seleccionado el simple y delgado vestido de breteles finos que vestía esa mañana. Había parecido una buena elección al salir de casa, sopesando el calor agobiante que amenazaba con golpear ese día. Sin embargo, ahora que se hallaba entre el gentío, hubiera deseado ir más vestida, para no sentir en su piel el sudor húmedo de la mujer a su lado, o la aspereza de la piel del joven parado a su izquierda.

El tren comenzó a moverse, y Emilia suspiró, sabiendo que al menos la pesadilla terminaría en veinte minutos. Se ajustó entre la gente, para hacerse espacio suficiente para respirar y se dispuso a soportar.

Las puertas se abrieron un minuto después en la siguiente estación y Emilia se balanceó, casi perdiendo el equilibrio cuando una nueva ola de gente prorrumpió en el vagón. Le parecía fascinante observar el modo salvaje en que luchaban por hacerse espacio. Hubiera jurado que ya no cabía un alfiler cuando las puertas se habían cerrado en la primera estación. Sin embargo, de alguna manera incomprensible, una nueva cantidad de almas hizo su irrupción en el colmado vagón, acomodándose de forma inexplicable entre la multitud ya incómoda.

Las puertas se cerraron nuevamente y el tren reanudó su marcha.

"Disculpe, disculpe..."sintió a su alrededor las voces de varios pobres diablos tratando de buscar un mínimo recoveco en donde acomodar su anatomía de manera mínimamente tolerable.

Sintió empujones a su espalda, alguien se enredó en su largo cabello castaño, disculpas en sus oídos, y varios roces de bolsos, brazos y pelo. Cerró los ojos, exhausta. Por un momento pensó en lo irónico de la situación del transporte público. Nadie en su sano juicio permitiría que otro ser humano desconocido lo tocara en las calles, o en ninguna otra circunstancia de la vida social. En el metro, en cambio, el roce de pieles no sólo era permitido, sino aceptado como una normalidad. Pero en cuanto las puertas se abrieran, en cuanto encontraran su camino hacia la calle, todos y cada uno de los presentes se horrorizarían si alguien los rozara de cualquier modo.

Los Ángeles No Tienen EspaldaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora