F o u r

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Era mi primer día de trabajo desde... bueno, desde que despertaste hace ya casi tres meses. No lo hacía por necesidad, pues teníamos lo justo y necesario, además de que mis padres me ofrecieron incontables veces pagar todos nuestros impuestos, a las cuales me negué. Éramos adultos (o bueno, pretendíamos serlo), ¿por qué habría de gastar el dinero de otras personas cuando estábamos bien?

Bajé las escaleras de nuestro pequeño apartamento y me encaminé hacia la parada de metro. Una, dos, tres cuadras, hasta que alguien me detuvo.

—¿Qué... estás haciendo aquí? —le pregunté a tu madre, en parte asombrado.

—Sé que debería estar en la cárcel —empezó a decir ella. Sé ocultar muy bien mi desesperación, curiosidad y miedo —, pero tenía algunas cosas pendientes en el mundo de afuera. Y una de ellas incluye a mi bella Amanda.

—No te acercarás a ella, si es lo que crees —la detuve —. No dejaré que alguien como tú, por más que seas su madre, intente lastimarla de nuevo —tu madre suspiró.

—Idiota, no quiero verla. Sé que probablemente terminaría dañándola, y en estos momentos estoy dudando seriamente de si matarte o no —agregó, con ojos bien abiertos. Empecé a respirar rápidamente. Estábamos en una calle pública, ¿en serio se arriesgaría a asesinarme así de la nada en frente de todo el mundo? Lo único que se ganaría sería una cadena perpetua más, ¿qué tenía para perder? —. Tranquilo, no es nada personal, son impulsos —se encogió de hombros, pero no me tranquilizó —. Súbete el auto —señaló hacia du costado izquierdo.

Sí, no me había dado cuenta de que venía en el auto que tenía antes de entrar a la cárcel: un Fiat Panda modelo 1980. Dudé por mucho tiempo en si subirme o no. Terminé en el sí.

El viaje fue relativamente corto. No hablamos, yo no quería escuchar sus experiencias en la cárcel y cómo escapó. Debería haber llamado a la policía.

Nos detuvimos en la costanera.

—¿Por qué aquí? —le pregunté. Ella suspiró.

—Hay un túnel —señaló hacia donde se iba para cruzar del país —. Bien, quiero decirte algo sobre mí y Amanda —tomó aire —, ¿le contaste algo sobre su padre o sobre mí? —negué con la cabeza —, bien, es un comienzo —sonrió.

—Ve al punto —casi exijo.

—No le digas todo lo que he hecho. Cuéntale sobre mí como si yo fuera genial, al menos en los primeros meses que comience a recordar cosas. No quiero que se guíe de una mala mujer, ¿sabes? —dijo ella. Sé a dónde quería ir —. Intenta evitarme cuando estés con ella. No se merece tanto dolor. Házla fuerte, resistente a lo que sea que pase luego —tenía lágrimas en los ojos. Lágrimas reprimidas hace mucho tiempo —. Porque sí, nadie sabe qué será de ustedes mañana, pasado, o en diez años —uno, dos, tres —, pero amála como si vieras todo el futuro que ustedes tienen. Protégela del odio, ¿bien? —asentí. Momento silencioso.

Hasta que me abrazó arrebatadamente. Lloró en mi hombro por unos segundos.

—Dios, las despedidas son tan difíciles... —susurró.

Nos soltamos, se limpió el llanto que salía desconsoladamente desde muy dentro de su ser, y se subió al auto. Quiso arrancar, pero abrió la puerta y sacó la cabeza.

—No le cuentes lo que haré ahora, por favor —asentí —. Nos vemos cuando la muerte quiere que nos veamos.

Cerró la ventanilla. Prendió el auto. Aceleró. Desapareció por el túnel.

Un rudio estruendoso. Un grito. No podía soportarlo.

Ocean. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora