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De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero
entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola
olvidada sobre el pecho de Luis.
-No tienes corazón, no tienes corazón -solía decirle a Luis. Latía tan
adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo
inesperado- Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado -protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la
tarde-.
¿Por qué te has casado conmigo?
-Porque tienes ojos de venadito asustado -contestaba él y la besaba.
Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su
cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
-Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre

cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió?


¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus

compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . .

-Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado.Apaga la luz.


Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba


su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.

Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los


hombros.

«Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis».


Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero era curioso
apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.

Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es

Beethoven? No.

Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar

para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor


hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en


cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las

cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada

y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en

un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo


sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los

pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella


estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba


directamente al río.

-Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no

alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí estoy en el club. Un compromiso.


Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida.

-¡Si tuviera amigas! -suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón
tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no


es verdad?


A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes,


pero Luis
'¿por qué no había de confesárselo a sí misma?' se avergonzaba


de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le

había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su


extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?

Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del

todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal.


La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado


con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.

Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres

consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se


producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a


errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto,

consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.

El Árbol - María Luisa BombalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora