Crying Spring

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Se quedó despierta toda la noche, pensando. No podía dejar de pensar en él. En como se veía tan feliz, y ahora, en un callado y tranquilo sueño, para siempre. Estaba sentada en el alféizar de la ventana, mirando la luna, grande y blanca, sobre el cielo estrellado.

Lo había conocido en clase de biología el día que habían tenido que diseccionar una rana. Él entró en la clase, con un papel en la mano, y caminó rápidamente. Se lo dio a la profesora, quien asintió débilmente y señaló un pupitre, al lado de la chica, ya que ella no tenía compañero. Ella lo miró detenidamente. Tenía ojos y pelo marrones, era un poco más alto que ella, pero a la vez un poco más gordo. Cuando se sentó, ella giró la cabeza y sonrió.

-Hola, me llamo Amber - lo saludó.

-Soy Adrián -dijo el chico tímidamente.

La profesora caminó entre los alumnos, dándole a cada pareja una rana.

-Esto no se me da muy bien, así que tendrás que hacerte cargo tú -dijo Adrián.

Amber soltó una corta carcajada y se pusieron a trabajar. Cada vez que le daba una instrucción al chico, éste obedecía sin rechistar, a pesar del asco que sentía.

-Parece buen chico -pensó Amber.

Empezaron a hablar mientras trabajaban. Se contaron el uno al otro un poco de sus vidas.

-Es gracioso, ¿no crees? -murmuró Adrián después de un rato.- Apenas nos conocemos y ya nos estamos llevando muy bien.

De nuevo, Amber sonrió y asintió.

Después de la clase, se encontraron en el pasillo.

-Vamos, te acompaño a la cafetería -dijo Amber.

Caminaron por el ajetreado pasillo atestado de gente hasta llegar a una puerta vieja de madera. Amber la empujó y entraron a una ruidosa habitación enorme también llena de estudiantes. 

-Susan y Amy no han venido hoy, así que tendré que comer contigo, se siente -gritó Amber, haciéndose oír por encima del ruido de la multitud. 

-Ya ves tú qué problema -le respondió Adrián,- como si conociese a alguien más en este sitio. Creo que sobreviviré.

Se acercaron a una mesa y se sentaron a comer.

Dejando atrás ese recuerdo, Amber sintió cómo una cálida lágrima recorría su mejilla. Lo había conocido apenas dos meses, pero había sido suficiente para que se hicieran los mejores amigos. Cada día, él la esperaba en la parada del bus, y después, se sentaban en el mismo asiento. Básicamente, hacían todo juntos. De alguna forma, él sabía cómo se sentía y en qué pensaba. Ahora, esa amistad se había acabado, ya no lo vería más… nunca.

Adrián había muerto la semana anterior. Los médicos le encontraron un tumor en el cerebro. Sus padres se lo habían dicho a Amber, pero no a él. Querían que viviese feliz sus últimos meses. Aún así, cada vez que Amber lo veía después de recibir las malas noticias, el alma se le partía en mil pedazos. Cada día, Adrián se volvía más débil y lucía más y más enfermo. 

-Debe ser una gripe de estas monumentales -solía decir.

-Sí -le respondía Amber,- será eso.

Dos meses después de que Amber se enterara de la enfermedad de su amigo, Adrián fue llevado al hospital. Se había desmayado en clase de biología y la profesora tuvo que llamar a una ambulancia. Fue llevado a la zona de observación intensiva. Esa misma noche, Amber recibió una llamada.

-Hola, Amber. Soy la madre de Adrián -dijo la voz.

-Buenas noches, Sarah -respondió Amber.- ¿Cómo está Adrián?

-No muy bien, me temo -dijo Sarah con pesadez.- Nos dijeron que volviésemos a casa, que no iba a vivir más que un par de horas. 

Esas palabras golpearon a Amber como estacas a un vampiro. No podía hablar. No podía pensar. Su mano perdió fuerza y el teléfono se precipitó hacia el suelo, rompiéndose. Corrió hacia el armario y pilló lo primero que vio: su uniforme escolar. Bajó las escaleras de dos en dos, pilló las llaves del coche y salió de casa. Por suerte, era tarde, por lo que el tráfico no iba a ser un problema.

En el hospital, se apresuró a llegar a la segunda planta, donde estaba Adrián. Tocó a la puerta, deseando escuchar su voz diciendo “adelante”. Para su sorpresa y alivio, obtuvo una respuesta.

-Pase -susurró con voz cansada.

-Hola, Adrián -le saludó Amber.- Soy yo, Amber. ¿Cómo lo llevas?

Adrián movió la cabeza y la miró.

-¿Dónde estabas? Te extrañé.

El corazón de Amber comenzó a tener un extraño sentimiento. 

-No me dejaban venir, pero ya estoy aquí -dijo, moviendo una silla al lado de la cama y tomando su mano.

-Amber, no voy a vivir mucho más, ¿verdad?

Se quedó callada. La pregunta la había pillado por sorpresa.

-Ya veo -murmuró Adrián.- Bueno, entonces hay algo que quiero decirte, Amber.

Ella levantó la mirada, quitándose el pelo negro de la cara. Su charla se vio interrumpida por una repentina tos. Amber le dio unas suaves palmadas en la espalda, asustada.

-Venga, tienes que descansar -le dijo.

Los ojos del chico le dirigieron una mirada seria.

-Dime qué me pasa. Si voy a morir, al menos quiero saber de qué.

Amber suspiró mientras una lágrima corría por su mejilla.

-Tienes un tumor en el cerebro, Adrián -dijo con voz débil.

Adrián suspiró y su mirada se suavizó.

-Así que eso era… -murmuró.- ¿Por qué no me lo dijiste?

-Me dijeron que no lo hiciese.

-Pero eres mi mejor amiga…

-¿Y? -le soltó ella.- ¿Te crees que me hubiese gustado ver a mi mejor amigo sufriendo de esa manera en sus últimos meses de vida? No lo hubiera soportado, la verdad -Amber rompió en sollozos, sujetando la mano del chico con más fuerza.

-Está bien, lo entiendo -hablaba en un tono de voz cada vez más bajo mientras se volvía a recostar.- Yo hubiera hecho lo mismo, no me gustaría ver sufrir a la persona que amo.

-Adrián -logró articular Amber entre sollozos.- Yo también te quiero…

El chico sonrió levemente y, poco a poco, sus ojos se cerraron.

Se quedó despierta toda la noche, pensando. No podía dejar de pensar en él. En como se veía tan feliz, y ahora, en un callado y tranquilo sueño, para siempre.

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