Capítulo 2- Vendas, cristales rojos y realidad

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Cap2

Entró en el baño y abrió el botiquín. ¿Dónde estarían las vendas? ¡Ah! Allí estaban. Separó varias tiras, las empapó con un líquido cicatrizante y se las colocó. Automáticamente la tela se tiñó de rojo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pasados unos minutos, se acostumbró al ardor y miró a su alrededor. Un camino de discos color rubí, que le recordaron a Hansel y Gretel, revivían el trayecto que ella había hecho de la cama al baño. Debía limpiar rápido, antes de que su madre subiese a “despertarla”. Hizo un bollo con el papel higiénico, lo empapó con agua y comenzó a frotar. ¿Qué sería esta vez? El gato “la había arañado” la semana pasada, aunque la verdad era que había tropezado en la Ciudad Gris y su hombro sufrió heridas superficiales debido a unos alambres que sobresalían del suelo. Quizás podía repetir la historia, después de todo su siamés era un demonio en el cuerpo de un animal, estaba segura.

Luego de limpiar el desastre en que se había convertido el suelo, cambió las sábanas por unas idénticas que tenía para estos casos. Tiempo atrás había decidido comprar a escondidas un juego extra de cada una de las que tenía, siempre eran útiles. Terminó justo a tiempo. Apenas se había metido dentro de la cama, tres golpecitos en la puerta le indicaron que su madre esperaba fuera. Sin esperar respuesta, la puerta se abrió y el desayuno entró. Bueno, entró en manos de su progenitora, pero poco le importaba si era en manos de ella, de su padre, de alguno de sus hermanos o del gato, lo que realmente importaba era el desayuno. El olor de las tostadas recién hechas y el chocolate caliente le acariciaron la nariz, haciendo que se olvidase momentáneamente del ardor que le producía la herida del brazo en contacto con el desinfectante y el dolor de las demás magulladuras.

-Buenos días, mi angelita.-dijo la voz dulce de su madre, moviéndose en la penumbra.-te traje el desayuno, chocolate y tostadas con dulce.

-¡Hola má! Muchas gracias.-sonrió ella, tomando el plato agradecida y ocultando su brazo herido bajo las sábanas. La mujer se dirigió a las cortinas y las corrió, dejando entrar la luz del sol. Su rostro era joven, casi sin arrugas y, a pesar de que todavía era temprano, ya estaba maquillada y cambiada. Haciendo caso omiso a las protestas de su hija, se alejó, haciendo ondear a cada paso su pelo castaño oscuro. Sus casi cincuenta años no se notaban. El sonido a vajilla rota entró repentinamente por la puerta y la joven oyó los pasos de su madre descender por las escaleras a toda velocidad, probablemente juntando paciencia para no asesinar a alguno de sus otros dos hijos o, en su defecto, al gato.

La “angelita” se levantó de la cama y se dirigió nuevamente al baño, esta vez para cambiarse. Se observó bien en el espejo. No habría forma de ocultar la venda, a menos que utilizase alguna remera de manga larga. ¿Tenía una? ¡Claro que tenía! Se la había comprado justamente para estas ocasiones. Detestaba que sus compañeros pensasen que era diferente, lo cual hacían debido a sus abrigados atuendos aún en días en los cuales el termómetro superaba los 30 grados, pero no quería correr el riesgo de que, además, la miraran aún peor al ver las cicatrices y vendas de sus brazos y piernas.

Se colocó los jeans, las zapatillas, una holgada remera de manga larga negra con franjas grises y observó el resultado. Satisfecha, se echó la mochila al hombro y descendió las escaleras. Luego de saludar a su madre y a su hermano menor, salió al exterior. Apenas había empezado la primavera y eso le encantaba. Las migraciones de golondrinas, las flores, los árboles repletos de hojas verdes y el sol que comenzaba a calentar de nuevo: esos eran sus tesoros más preciados. Claro que no eran suyos, pero a cada una de esas cosas les guardaba un pequeño lugar en su corazón. Caminó en silencio, apenas roto por el sonido de la lata que, sin saberlo, acababa de transformarse en pelota de fútbol. Luego de diez minutos de gastar las zapatillas, llegó a la puerta de su secundario. Gris, anguloso, prácticamente cuadrado, con rejas en las ventanas, se asemejaba más a una prisión que a un bastión del saber. Y esta no era cualquier prisión, era la suya.

Más allá de la RealidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora