Sonrisas que matan

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Las personas suelen parecerse entre si. Entre padres e hijos, entre familiares o hasta incluso tener rasgos parecidos entre completos extraños. Pero ver a varias personas idénticas es algo que está fuera de esta realidad.

Los hechos sucedidos a lo largo de mi vida siempre han sido extraordinariamente normales, o eso era lo que creía. Solo cuando me puse a pesar en ello, una tarde fría de noviembre con una taza de té en la mano y observando la abrigadora llama del fuego de la chimenea, recordé a aquel joven.

Cuando era niña, mi madre solía llevarme al carrusel de la plaza donde montaba el hermoso caballo blanco y observaba el maravilloso paisaje de luces borrosas, provocadas por las vueltas. Fue entonces cuando concentre mi mirada en aquel hombre, no solía hacerlo ya que se me estaba prohibido relacionarme con gente desconocida; pero él contenía algo, en esos delicados ojos color miel que me observaban, que provocaban mi sola atención en ellos. A cada vuelta lo observaba y él a mí. Solo se encontraba allí, sin realizar movimiento alguno. Cuando sonó la campanilla del juego me distrajo por una fracción de segundos, provocando que apartara la mirada; al volverla a aquella persona extraña, ya había desaparecido.

Esa vez solo pensé que había sido pura coincidencia. Con el pesar de los años me daría cuentan que no.

A los diecisiete años de mi vida, mientras caminaba de regreso a casa, por las frías y solitarias calles de mi ciudad, volví a verlo. Al observarlo me sonrió, y lo más extraño de él era que no había cambiado en nada, seguía con su cabello igual de corto y castaño que aquella vez y sus ojos aun contenían esa misma esencia que me producían intriga. Este, pasó junto a mí con una sonrisa en su rostro y siguió su camino. En cambio, yo había quedado perpleja en mi lugar. Me tomó solo minutos girar sobre mis pies, pero al hacerlo el joven ya había desaparecido, otra vez.

Durante mi existencia, continúe viéndolo. En diferentes lugares, en ocasiones inesperadas. El tiempo seguí pasando sobre mí, mi pelo emblanquecía, las arrugas aparecían, sin embargo no sobre él. En todas y cada uno de mis encuentros con aquella persona, nada había cambiado en ella. Permanecía inalterable, como si de alguna forma fuese inmarcesible.

Un leve escalofrío me recorrió la columna, liberándome de mis pensamientos. Me levanté y me dirigía a la cocina, cuando sonó el timbre. Me conduje hacia la puerta, tomé el picaporte de esta y la abrí. No había nadie en la entrada. Me tomé un segundo para pestañear, y allí estaba. Tan joven y lúcido como la primera vez. Yo rondaba los setenta años, pero él aún parecía joven, se encontraba de la misma forma.

Esa era mi oportunidad iba a hablarle pero, al igual que siempre, me sonrió de manera dulce. Algo golpeó mi pecho por dentro en ese momento y todo se hizo oscuridad.

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