La noche de los desesperados

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                Un cielo negro y amenazador volvió desapacible aquella noche de otoño de 1991. La tormenta se aproximaba con rapidez. Por las calles desangeladas del pueblo, vagaban tan sólo un par de perros hambrientos hurgando en la basura desparramada por el viento, bajo el canto tremebundo de los árboles y el chirriar de la chatarra acumulada en los cobertizos de las casas.

— ¿Vas a salir otro viernes? —preguntó Inmaculada al ver a su marido coger la chaqueta—. Quédate, te lo ruego. Sólo los desesperados salen en noches desesperadas.

—Ya lo hemos hablado. Lo que tú hagas con tu vida es cosa tuya, y lo que yo haga con la mía es asunto mío —contestó malhumorado Manu zanjando la cuestión antes de salir por la puerta.

Manu aparcó el coche justo enfrente del pub. Un coche rojo lo seguía a cierta distancia sin despertar en él ninguna sospecha. Violeta iba sentada al volante de aquel coche. Allí se encontraba de nuevo después de tanto tiempo sin pisar aquel pueblo ignorante y mezquino que obligó a sus padres a marcharse tras la brutal paliza que le asestó Manu. Sus padres tampoco quisieron denunciarlo. Sentían tal vergüenza que no desearon que el incidente trascendiera más allá del pueblo.

Antes de venir, Violeta había estado indagando acerca de Manu. Trabajaba como profesor de gimnasia en el instituto; su viejo instituto. Se enteró de que se había casado tres años antes con una de las chicas más guapas del pueblo. Violeta lo observó apeándose del coche. Manu seguía igual de corpulento. Le sorprendió verlo un poco calvo, pues ambos tenían la misma edad: veintiséis años. De todos modos, no había perdido nada de aquella presencia viril que tanto le había fascinado. En el instituto todas las chicas estaban locas por él.

Violeta sentía una gran desazón. Diez años era demasiado tiempo desde su último y desgraciado encuentro. Pasó de largo y aparcó su auto en una calle paralela poco iluminada. De su bolso sacó el rimel y un espejo minúsculo. Se repasó con mano temblorosa las largas pestañas. Observó con detenimiento sus turbadores ojos verdes, sus delicadas facciones que siempre, desde muy joven, habían propiciado innumerables equívocos. ¿Eres un niño o una niña? —siempre le habían preguntado. Se palpó la nuez ligeramente prominente y se anudó un fular alrededor del cuello para disimularla. Como un acto reflejo, entornó las cejas y se acarició el pómulo izquierdo que aún mostraba una leve cicatriz casi inapreciable. Fue un milagro que apenas quedara ninguna secuela física de la brutal paliza que le asestó Manu aquella noche en la fiesta de fin de curso. El cirujano que la atendió, en cambio, nada pudo hacer con su alma fracturada, ni tan siquiera un mal zurcido. Ella nunca se había sentido tan despreciada, tan repudiada como aquella noche. Manu, el as del balón y chico modelo, el hijo que todo padre le gustaría tener; el chico que todo suegro quisiera como yerno.

Violeta cerró el coche y respiró hondo. Por fin había llegado el día que tanto había ansiado. Por fin se sentía preparada. Se estiró la fina tela del vestido que le hacía tantas arrugas. Era negro, tan delicado que parecía su segunda piel y con un escote muy pronunciado. Luego se echó el abrigo por los hombros.

Entró en el pub. El viento se coló tras ella agitando los papeles sujetos con celo a un tablón con la última porra de fútbol y el concurso anual de motocross. Hacía frío. La luz era escasa, pero el ambiente al menos no estaba cargado. Se quitó el abrigo a propósito para mostrar sus armas. Allí dentro sólo había hombres los cuales, nada más verla, intercambiaron ridículos codazos infantiles que avisaban del pedazo de hembra que acababa de entrar. Ella divisó a Manu en la penumbra, ensimismado tomando una copa en una mesa apartada cerca de la ventana. Fue a pedir a la barra. Todos los hombres la siguieron con la mirada hipnótica sin perderse ni uno sólo de sus demoledores movimientos. Era una mujerona de metro ochenta y huesos grandes. Manu seguía ausente y concentrado en el fondo de su copa, como si allí oculto estuviera la solución a todos sus problemas. Ella pidió dos güisquis. Con una copa en cada mano, se dirigió a su mesa.

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⏰ Última actualización: Oct 04, 2013 ⏰

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