Un sueño.

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Había perdido la cuenta de cuantas veces había escuchado sobre el océano; sobre lo inmenso que era, sus diferentes tonos de azul, lo salado que sabía. Lo había escuchado tantas veces que yo también llegué a creer que en verdad existía. Pero el solo escucharlo no fue lo que me convenció, sino, el ímpetu con el que Armin hablaba sobre él. Su mirada se iluminaba y el brillo de sus ojos se hacía más intenso; las palabras querían salir tan rápidas de su boca que se acumulaban en su garganta y salían como tartamudeos. Eren y él siempre hablaban sobre ello; sobre lo que harían la primera vez que lo vieran. Se preguntaban en voz alta si la sal haría que su piel se pusiera más seca o si su sabor se impregnaría en ella. Los demás chicos del escuadrón los ignoraban por completo o les parecía algo estúpido, pero, a pesar de que no lo aceptara del todo, a mí me resultaba intrigante escuchar sobre esas cosas inimaginables; quería saber más y preguntarle a Armin sobre muchas cosas sobre lo que supuestamente había fuera de las murallas, observar como la emoción se reflejaba en su rostro y el conocimiento le imposibilitaba el habla. Muchas veces tuve la oportunidad de preguntarle, de no soñar con ese momento sino volverlo realidad. Pero nunca lo hice. Y ahora me arrepiento. Me arrepiento de no haber dicho nada, me arrepiento de haber dejado que mi vergüenza me venciera, me arrepiento de haber dejado, de haber permitido que Armin se fuera sin detenerlo, sin despedirlo, dejándome como último recuerdo su sonrisa. Una sonrisa que mentía; una sonrisa que sabía que no iba a volver a aparecer. Una sonrisa que ahora estaba desfigurada e irreconocible debajo de las quemaduras que llenaban su cuerpo. Mis ojos observaban algo que no quería aceptar mi ser. Sentí como si todo a mi alrededor se cayera, se partiera en pedazos que no podrían volver a ser pegados. No habría solución para el dolor que invadía mi pecho, que martillaba mi mente. Las heridas físicas no se comparaban con el desasosiego que me envolvía y que me hacían perder la razón. A mi lado, Eren observaba el cuerpo de su amigo, de su hermano, del chico que había compartido su sueño y su impulso de seguir en este mundo podrido y sin futuro; su mirada era serena, como la de todos. Nadie lloró. Nadie emitió algún sonido de dolor. Nadie se acercó a lo que quedaba de Armin. Mis ojos estaban secos porque las lágrimas eran incapaces de expresar mi sufrimiento, no había nada en este mundo que pudiera hacerlo. Nada que me hiciera creer que Armin Arlert, el chico débil e inteligente, dispuesto a hacer todo para no ser una carga, el chico que demostró más de una vez su destreza y valentía, el chico que se sacrificó por sus amigos a los cuales mintió para que no sintieran lástima, para que pudieran realizar la misión sin preocupaciones, el chico que todos veían como un eslabón débil, el chico que tenía un sueño, un deseo más fuerte que el de ninguno, un deseo puro y noble, un deseo tan arraigado dentro de su ser, tan profundo que se lo heredó a su amigo, uno de los únicos que creyeron en él; un sueño por el cual él había dado su vida, sin importar si no podría cumplir, sino para que su amigo lo hiciera en su honoro. Ese chico, estaba muerto. 

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