Sombra y oscuridad.

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El frío se expandió desde sus pies hasta las pestañas. La nieve caía sin cesar y ella, encorvada, recorría el puente de Dublín.

Sus pies descalzos estaban helados, pronto dejaría de sentirlos. 

Sus manos estaban congeladas, no podía moverlas. 

Caminaba con lentitud, le dolía cada paso que daba. 

Pero seguía caminando. 

Porque debía hacerlo. 

Vio a lo lejos una sombra entre la oscuridad. 

Por un instante creyó que era él, esperándola. 

Por un momento, creyó que quizás si podía haber luz el fondo de la oscuridad. 

Pero sólo fue un momento. 

La sombra se movió, se acercó y la tenue luz logró iluminarlo. 

Sus cabellos oscuros y sus ojos siniestros se veían con claridad. 

Como la otra noche. 

Ella intentó correr en reversa y escaparse, pero su cuerpo ya no le respondía. 

Estaba inmóvil, paralizada. 

Él se acercó, con lentitud. 

Cada paso que él daba le recordaba lo que estaba por suceder. 

Lo que ya había sucedido. 

Lo que sucedía siempre. 

Cuando la respiración del hombre estuvo cerca de la suya, ella cerró los ojos. 

Se entregó a él sin quererlo, como tantas otras veces. 

Una sola lágrima cayó de sus ojos oscuros. 

La ultima.

Ella no creyó, por un instante, que lo que sucedía era real. 

Porque todo era borroso, distante. 

Como si estuviera adormecida y no sintiera los asquerosos besos del hombre que le había dado la vida por todo su cuerpo. 

No se permitió llorar cuando él comenzó a golpearla, ni tampoco cuando sacó el cuchillo. 

Cerró los ojos, y recordó. 

Porque los recuerdos eran más bonitos que la realidad. 

Y fue así que murió pensando en aquella niña dulce e inocente que alguna vez había sido, quién podía confiar plenamente en su papá.

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