Red

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Aunque su verdadero nombre fuera Camille, la llamaban Red porque su pelo, su rostro y sus ropas estaban siempre teñidas de rojo por la sangre de sus víctimas. Torturaba y mataba porque eso la hacía feliz. Había masacrado familias enteras sin perdonar siquiera a los niños, y esa no sería la excepción.

Con el cuchillo en su mano derecha y con una sonrisa sínica dibujada en el rostro entró sigilosamente a la casa de uno de los tantos habitantes del pueblo y, como siempre, atacó.

Horas después, la ciudad hedía un olor insoportable. El olor de la sangre derramada por las víctimas de Red se mezclaba con el olor de la que había sido vertida en las calles por un terrible accidente.

Dentro de la casa del alcalde, una muchacha con cabellos rojos por la sangre y ropa manchada del mismo color caminaba admirando su obra de arte. Los cinco cuerpos yacían, descuartizados, uno junto a otro. Y ella sonreía.

De pronto, los recuerdos la invadieron. Las imágenes de los últimos acontecimientos vividos se superpusieron en una fantástica mezcla, y la joven volvió a sonreír, enternecida, cuando el recuerdo de cada víctima se hizo presente en su mente.

Recordó el primer asesinato, el que había llenado su corazón de felicidad y el que la animaba a seguir quitando vidas. El de su padre.

Todo había sucedido un tres de julio, en una noche oscura y sin estrellas. La ciudad parecía dormida. Como todos los días. Y su padre caminaba con pasos apresurados delante de ella. Escapaba de la oscuridad recién abandonada.

Ella iba en silencio, contando sus pasos y con las manos metidas en los bolsillos de su desgastado abrigo. Pensaba en su vida, en cómo los días se habían vuelto idénticos entre sí desde el suicidio de su madre. Siempre era la misma rutina. En breve llegarían a casa, comerían algo sobrante de la noche anterior y se irían a dormir; para levantarse nuevamente al día siguiente, ir hacia el bosque a cortar leña, andando ese mismo camino, también a oscuras, y regresar como en ese momento lo hacían.

Todo siempre exactamente igual. Sin modificaciones. Y siempre en silencio.

Cuando llegaron a la modesta casa donde vivían, ambos se quitaron los abrigos y ella calentó la comida mientras su padre calentaba la casa. Sus movimientos eran robóticos y repetitivos. Ambos se sentaron en la diminuta mesa y se deleitaron con la comida mientras el silencio habitual reinaba la casa. 

Al terminar, uno de los dos dejó los platos amontonados en la mesa de la cocina mientras que el otro encendió una pipa, como era habitual, y se recostó en el incómodo sofá de la sala. 

Y, de pronto, algo cambió.

Eran las pocas las veces que su padre tenía charlas fluidas con ella, y era por esto mismo que le extrañó que su padre la llamara para hablarle después de comer. Se acercó, sus pasos eran lentos y silenciosos; y su rostro, pálido como siempre, demostraba preocupación.

Su padre, quien pareció ver la preocupación en sus ojos, le dirigió una sonrisa tranquilizadora. 

—No tienes que tener miedo—la sonrisa de su padre se amplió y sus ojos se tornaron sombríos. Ella sintió un escalofrío.

Un silencio abrumador oscureció el ambiente. El sonido de las manijas del reloj eran tan intensos como los latidos de su corazón. Le sonrió ligeramente a su padre y éste se movió para tomar el cuchillo de la mesada, pero ella fue más rápida. Lo hundió sin pensarlo en el fofo estómago de su padre. 

El cuchillo atravesó una dura corteza y se fue hundiendo cada vez más. Fue una cuestión de segundos, pero para ella se sintió una eternidad.

Al principio ella quedó paralizada. Observaba cómo la sangre corría e iba deslizándose por el suelo mientras su padre abría y cerraba la boca quejándose por el dolor. Cuando su padre exhaló ese último suspiro y cualquier rastro de vida se evaporó de sus ojos, ella sonrió.

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