Capítulo 1

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El cielo estaba tintado de morado, y la niebla era tan espesa que dificultaba tanto la vista como el oído.

Sin embargo, Dámeris Gray ya estaba acostumbrada, y conocía tan bien el camino, que de haber querido, lo hubiera podido recorrer con los ojos cerrados. Pero en esos momentos, no podía arriesgarse a caer por tontear a ciegas.

Mientras más paso se abría en el ambiente, la joven alcanzaba a ver la empinada calle que tenía ante ella, mojada, resbaladiza y negra por la lluvia, y podía oír las voces de los muertos.

No todas las personas tenían la capacidad de oír a los fantasmas, a no ser que esos macabros seres así lo quisieran, pero Dámeris era una de las que sí podían. Y mientras más se acercaba al viejo camposanto, las voces se alzaron en un discorde coro; gemidos y ruegos, gritos y gruñidos. No era un lugar tranquilo, pero Dámeris ya lo sabía; no era su primera visita a ese cementerio.

Eso había sido mucho tiempo atrás, cuando su familia apenas había llegado a la ciudad, y su hermano acaba de fallecer: causa de una terrible tuberculosis. Y a pesar, de que eso era un recuerdo muy antiguo, seguía causándole miles de emociones; emociones que su melliza despreciaba.

Tanto su melliza como su familia, la tachaban de loca, y le regañaban siempre que podían por manchar su apellido.

Apartó todos esos pensamientos, y caminó aún más rápido.

La entrada del cementerio estaba franqueada por una reja doble de hierro forjado, fijada a un alto muro de piedra. Dámeris se acercó a la reja y algo que no hubiera visto cualquiera se materializó entre la niebla: una gran aldaba de bronce con la forma de una mano de dedos huesudos y esqueléticos.

Con una mueca, Dámeris la tomó con una de sus enguantadas manos y la levantó; acto seguido la dejó caer una, dos, tres veces, y el eco del repique resonó en la noche.

Pero nada pasó.

No se formó frente a ella ninguna figura fantasmal, y hasta los lamentos de todos aquellos infelices enterrados ahí se acallaron.

— ¡Dámeris! ¡Dámeris! ¿¡Dónde estás, muchacha!? —Los gritos de la vieja nana, se escuchaban por todo el alrededor.

La nombrada no tardó mucho en pensar que hacer; tenía que regresar, no debía meterse en más problemas. Por lo que lanzó rápidamente la bolsita que traía en las manos y murmuró un nombre.

No alcanzó a ver si algo acontecía, ya que echó a correr entre callejones y callejuelas, evitando el camino principal.

Antes de perder de vista al camposanto, Dámeris pudo observar de reojo como un burlón rostro le daba la despedida; se trataba de Isar. El fantasma de un hindú que se había suicidado.

Isar había sido un joven que había llegado al mundo en el seno de una familia bien acomodada, y que a pesar de su procedencia ilegal, se había echó de múltiples empresas y talleres. La vida del hindú había sido buena —o eso le había contado a Dámeris—, hasta que llegó la muerte a su hogar.

Una noche, toda su familia murió en las garras de un demonio. Él no se salvó de ser atacado, pero sí de la muerte. El veneno del maligno ser, tomó lugar en la sangre de Isar, y el dolor lo llevó a acabar con su vida.

Esa decisión, haría que fuera enterrado lejos de tierra santa, condenándolo a vagar entre más almas en pena de ladrones, suicidas, niños nacidos muertos y asesinos.

Dámeris no entendía como todo eso podía pasar, sin embargo, creía firmemente que todo podía suceder; y de eso se había convencido cuando conoció al apuesto fantasma del hindú.

El Reino de AnandiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora