Prólogo.

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Londres, 1949.

Cuatro años. Cuatro largos y duros años habían pasado desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos la describían como una necesidad para el mundo de demostrar que la violencia conlleva catástrofes en su espalda y así poder avanzar como sociedad pacífica. Otros, y en su gran mayoría, quedaron tocados después de ver sus consecuencias, haber vivido lo peor, perder familiares, salir de campos de concentración... Y, unos pocos de éstos, quedaron en un trance demente a causa del trauma que vivieron.

Estos dementes y nuevos enfermos mentales fueron encerrados en los asilos de las afueras de las ciudades, lejos de la sociedad, para alejarlos de la superación y que no pudieran intervenir en ella. Para experimentar nuevos medicamentos y cirugías en lo más oscuro de esos lugares. Cada uno de ellos tenía su último día de vida apuntado en el calendario de los directores de estas descabelladas acciones. Nadie se libraba.

Esquizofrenia, trastornos de bipolaridad en sus más extremas virtudes, asesinos y violadores abundaban en estos loqueros de mala muerte. La calidad de vida que recibían por parte del personal era pésima. Los pacientes con la enfermedad más regulada conseguían permanecer encerrados más tiempo del previsto. En cambio, los más enfermos y difíciles de tratar eran sometidos a duras pruebas, ya dichas, y, en casos más extremos, directos a la silla de la muerte.

Oscuridad, niebla, habitaciones individuales con una sola cama y un retrete, encerrados en jaulas cual animales salvajes, sistemas de seguridad preparados para defender el lugar a la mínima de peligro, hacían de los asilos un aspecto siniestro.

Y una vez que entrabas en uno, no existía forma de salir.

Bienvenidos al mundo de los locos. Manténganse alejados del peligro y procuren mantenerse cuerdos durante todo el pasaje.

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