IMPURO

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Érase una vez un mundo donde los dragones gobernaban las montañas, donde los duendes se escondías debajo de los cuencos de los árboles, y las hadas bailaban por las noches de fogata en los pueblos... Un lejano pueblo, de puros árboles de brisa fresca que llenaban los pulmones de vida. Allí, existía un reino.

El reino del color rosa, donde todo era felicidad, donde no existía el dolor ni tampoco la maldad. En un día soleado, nació el último príncipe del rey y la reina, el pequeño príncipe rosa. El pequeño Jules.

No era fuerte como sus hermanos, no caminaba imponente ante los sirvientes, y tampoco tenía la voz gruesa de un hombre. Él era delgado y delicado, tenía la voz suave y fina. Y siempre vestía ropajes suaves y ligeros. Jules era un niño aventurero, le gustaba viajar con sus padres, ir con sus cuatro hermanos a las tierras lejanas y conocer muchas culturas que no sabía. Visitaban los demás reinos, al príncipe verde, al azul, y al morado. Jules conocía a todos los príncipes y princesas del reino de los colores.

Y aunque la ropa que llevaba en su cuerpo le apretaba, aunque el pantalón corto que le llegaba a las rodillas se ajustaban demasiado a su cintura, no podía estar más nervioso con todo aquello. Sintió que la seda se pegaba a la piel de su espalda y su mirada no podía quitarse del camino, iba a  conocer a su prometida.

Asomó una mano a su cabello suave, lucía despeinado y un poco desaliñado por las horas de viaje, miró por la ventanilla de la carreta la hermosa naturaleza que se rebelaba a las afueras de su reino. Traía el traje más caro que se pudiera obtener en el siglo dieciocho. Traía un perfume que lo embriagó por completo, arrasando su piel e impregnando todo a su paso, sus mejillas estaban tan pálidas como el cadáver del difunto rey segundo de su familia, y sus pequeños zapatos bien lustrados no alcanzaban a tocar el suelo de la carreta. La semana pasada había cumplido sus catorce años, y él no estaba más que contento por eso. Ya era todo un hombre y dueño de su destino, podría viajar solo por las tierras lejanas, aventurarse en la naturaleza y descubrir las maravillas que se escondían en los bosques. Quería vivir cerca de algún prado y lejos de la realeza, donde todo eran riquezas y lujuria. Traía consigo sus libros, un pequeño pantalón pijama y las cartas que debía entregar a la reina y a la princesa con la que se casaría, como también un pequeño trozo del más abundante pan que se pudiera permitir su paladar. Sabía que el viaje duraba días y noches y aprovecharía para ver las maravillas que le esperaban. Jules no estaba más que encantado por cruzar el camino más largo.

—¿Cómo te sientes cariño? —preguntó su joven madre, el pequeño Jules de catorce años se volvió hacia su reina.

—Me encuentro entusiasmado por conocer a mi prometida, aunque los nervios calan mis pensamientos, madre.

—Es normal que estés nervioso —comentó el rey, la mirada del hombre recorrió el cuerpo de su último hijo—.  Después de todo, aún no la conoces en persona.

Jules suspiró, apoyó la cabeza sobre un costado de la carreta y miró la hermosa vista. Y soltó en un murmuro.

—¿Y qué debería hacer si ella no me agrada?

Sus padres se volvieron al más joven de sus cuatro hijos, mirándolo como si hubiera soltado alguna barbaridad de sus labios, el pequeño niño de catorce años los miró a ambos a los ojos, apenas hace unas semanas había entrado a la adolescencia y Jules estaba creciendo, se preguntaba si la joven princesa la caería bien, si tendrían los mismos gustos y le apasionara la literatura tanto como a él, si le gustara correr en los más hermosos prados y caminar bajo la lluvia, deleitarse de los días soleados leyendo un libro bajo el manto de la luz solar, se preguntó si a aquella princesa que no conocía, le gustaba las aventuras tanto como a él.

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