Nadie prestó atención a la noticia. Any y yo discutíamos en la cocina mientras los niños corrían por la sala y el comedor. Era, al parecer, el inicio de nuestro divorcio. Yo —guiado por estúpidas ideas de realización, propias de una sociedad de mierda— intenté ser "feliz" a lado de otra mujer, una activista de causas perdidas. Su nombre era Alejandra. Ella pensaba que lograríamos un mundo mejor. Yo le creía aunque guardaba cierto recelo por ese tipo de vida. Jamás se puede fundar algo a partir de la infelicidad de otros. Me sentía miserable y la peor persona por abandonar mi hogar.
En algunos instantes, por mi mente surgía el deseo de suicidarme. No sabía si realmente valía la pena seguir así. Reiría mucho si pudiera contárselo a alguien. Yo, un potencial suicida, ahora ¿valoro la vida?
En cierto modo no sé si es valor o cobardía por morir de una forma espeluznante. Si me llegase el momento creo que lo aceptaría. Ser asesinado por ellos, claro. No obstante, no puedo tolerar si quiera la idea de mutilar mi cuerpo. Arrojarme desde un acantilado. Colgarme con la soga que cargo en la bolsa. No, eso no lo puedo hacer. En unos días más si no encuentro agua o comida, moriré.
Aquella mañana luego de discutir con Any, observé y concentré mi atención en el televisor. Una mujer detrás de un escritorio anunciaba que se suspendían vuelos, viajes en auto y exhortaba a todos a guardar provisiones. Mantengan la calma. Utilicen depósitos para guardar agua. La electricidad será suspendida dentro de unas horas. Ocurrió un accidente en la central nuclear de Moravia. Expertos científicos y el ejército han sido llamados para evaluar y resguardar los estragos del incidente.
Los niños se pararon frente a mí y dijeron: "papi, juguemos a la orquesta". "Sí. Sí. Sí", repitió Mariana. Traté de seguir con ellos; pero mi mente ya se concentraba en el anuncio. ¿Avisarnos? ¿Cómo? El fluido eléctrico sería cortado en unas horas. En un día, por lo menos, las baterías fallarían. En una semana el agua y las reservas de alimentos escasearían. Algo serio había ocurrido. ¡Qué ansioso! Aún lo soy, pero ahora los peligros son reales.
"Hey, papá, qué ocurre. Toca la flauta", reclamó Rafael. "Sí", respondí, aunque esperaba que que Any bajara al primer piso. Imaginaba que no se había enterado de nada. Luego de discutir, se había refugiado en la azotea para que los niños no la observaran llorar. Era inminente nuestra separación y solo eso nos importaba hasta entonces.
Le comuniqué lo que suponía: una catástrofe ha ocurrido. Ella, incrédula, no oyó lo que dije y abrazó a Mariana y Rafael. Los contemplé maravillado durante unos segundos. ¡Qué miserable! ¡Por qué los abandonaba! Nuestro momento fue interrumpido por el sonido del tráfico. Y era raro. Nuestra casa estaba ubicada lejos de las avenidas, cerca al parque universitario y la biblioteca municipal. Any, junto a los niños, se acercaron a las ventanas. También me aproximé. Era el caos. Las personas desesperadas por salir de sus casas y, tal vez, buscar algún refugio. Le pedí a mi familia que se calmara. Jamás me ha gustado hacer colas en los supermercados ni en ninguna parte. Odio esperar. Transmití ese mensaje y entendieron. Esperaríamos el comunicado oficial.
Nuestra espera duró poco. Después de media hora, a través del televisor comunicaron la terrible noticia. El tercer reactor de la central ha estallado. Se espera el resultado del equipo de especialistas. Sin embargo, hay indicios del brote de una enfermedad. Fin de la comunicación y la estática reemplazó a la imagen. ¡Vaya comunicado! En breve cortarían la electricidad. Any y yo, por precaución, cerramos puertas y ventanas. Teníamos alimentos enlatados por lo menos para un mes. El agua no nos faltaría. Nuestra cisterna era subterránea y estaba diseñada para abastecer a cinco familias. De todas formas empacamos. Los niños protestaban y se negaban a refugiarse en la biblioteca de la casa.
Any jamás protestó. Entendió a la perfección lo que ocurría. La muerte nos llevaría a todos. Solo jugábamos a escondernos de ella y a hacer todo lo posible para que nuestros pequeños jamás se enterasen. Por un instante pensé en Alejandra, pero no importaba ya. Ella estaría en algún lugar apartado de la civilización estudiando, quizás, a alguna especie en peligro de extinción.
A las tres de la tarde la energía eléctrica se interrumpió. Parte de la civilización se iba con ella. No más televisores, celulares, tabletas, computadoras. Nada resultaría útil ya. Mis hijos se refugiaron en los libros. Yo traté de tomar alguno. Any sujetó mi mano y luego me abrazó. Digamos que la felicidad no es plena. Jamás, por el contrario, esta es fugaz y solo se reduce a pequeños momentos que tal vez al término de nuestra vida atestigüen que valió la pena estar aquí. Como dije solo instantes. Después de unos segundos una alarma sonó. La sirena de la costa nos alertaba de alguna calamidad. Salí de la habitación y subí hasta la azotea. Desde ahí divisé que se acercaba una densa neblina. Rara en aquel momento del día. Inmediatamente bajé y alerté a mi familia. Decidimos abandonar la habitación y refugiarnos en el sótano. De esta forma, el mundo que conocíamos terminaría una tarde de invierno. Nosotros seríamos los únicos testigos.
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Cuando todo terminó
Научная фантастикаEl último día de la vida de un hombre sería intrascendente para cualquiera, a menos que este también fuese el último para la humanidad.