Estaban los dos solos. Lo único que les acompañaban era el millar de perlas blancas que iluminaban el cielo. En ese preciso instante los problemas, los errores pretéritos y todos sus quebraderos de cabeza se habían desvanecido. Sólo algo tenía verdadera importancia en ese momento: el amor que compartían.
La imparable fuerza que los unía y que podía sobrepasar cualquier tipo de frontera o dificultad entre ellos ahora se fundía en un beso. Tan sólo ese simple gesto servía como puente entre sus corazones. Sus almas se estremecían ante la intensidad de las emociones que recorrían los cuerpos y mentes de ambos.
Las horas parecían segundos, y los segundos parecían horas. El tiempo se distorsionaba para dar paso al vaivén de sentimientos, vivencias y ternura que entre ellos transcurría.No obstante, algo interrumpió ese precioso instante. Una cegadora luz inundó sus ojos.
Nada más cesó la luz, se dio cuenta de que todo había sido un producto de su prolífica mente mientras estaba descansando.
Se levantó de la cama, y juró que algún día, cuando tuviese el suficiente valor, dejaría que su alma hablase y no su razón, con la esperanza de que su sueño pudiese llegar a ser real.