El dolor de un Rey

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En un vejo castillo lúgubre, resguardado por una cuidad destrozada, se encontraba un decaído rey en su trono, rodeado de pequeñas criaturitas bailarinas, divertidas molestaban a un par de desafortunadas gallinas blancas llenas de miedo.
El deprimido y pensante rey posaba su grande pero firme mano enguantada en la comisura de sus labios, tratando de no mostrarse tan decaído ante sus leales súbditos. Pensaba en aquella joven, a la cual estaba dispuesto a darle todo, todo aquello que ella deseara, sus anhelos, sus sueños, habría movido el mundo solo por ella, cumplido sus caprichos a cambio de un simple bebe, si se rendía en aquel desafío, impuesto por ella misma. Aun no lograba entender por qué lo había rechazado, meditaba con tanta desesperación que le explotaría la cabeza.
Se regañaba cada que recordaba a Sahara o se le ocurría verla a través de su esfera de cristal, siempre tan radiante, llena de alegría, ingenua, sin recordarlo, pensando que todo había sido un sueño, más bien una pesadilla.
Inesperadamente se levantó de un brinco de su lujoso haciento, salió de la sala del trono dirigiéndose a unas escaleras que no parecían tener sentido alguno, dejando atrás a sus pasmados lacayos quienes nunca antes habían visto así su rey, no sabían como actuar, solo se quedaron en total silencio, cosa muy poco común, nula, para aquellas criaturitas juguetonas.
El orgulloso rey entro a una gran habitación, donde se dejo caer en la suavidad de una cama grande, de mantas color vino decorados negros y dorados, haciendo juego con las cortinas que impedían el paso de la luz hacia este, muebles de madera hechos a mano con detalles sorprendentes, las paredes tapizadas con estrellas de bordes dorados y plateados. Era la habitación de un rey, no uno cualquiera sino uno sufriente. Tomo en su mano una esfera de cristal, la veía con desdicha y repulsión mientras en ella se veía una joven de dieciséis años, de cabellera negra, piel blanco, mejillas rosadas, se le veía alegre jugando con un pequeño niño rubio, de tez blanca y de gran sonrisa alegre. La joven lo cargaba y daba vueltas entre sus brazos. Se veían tan joviales, tanto que el enfado y penumbra del gobernante aumentara aún más, aventó la esfera hacia uno de los cuatro muros, provocando que esta estallara, de ella saliera una brillante luz blanca, partiéndose en miles de pedazos así como su corazón había explotado, cuando ella se marchó.
Al pasar los días y las noches en aquella tierra desconocida por la humanidad, nadie del reino sabia sobre su rey, ninguna noticia o rumor, salvo que el gobernante se encontraba solo, encerrado en su habitación, planeando su temible venganza en contra de aquella chiquilla atrevida. Lamentablemente estos rumores eran falsos, creados por aquellos allgados al rey, con la intencion de mantener en alto, o lo que quedaba de su reputacion, despues de su patetica derrota y rechazo amoroso.
En el castillo sus allegados, siervos leales, se encontraban preocupados por la salud de su gobernante.
Una preocupada anciana nomo, de largos cabellos albinos amarrados en un peinado de chongo, entro en la habitación, era uno de los pocos nomos que lograban razonar y entender a aquel caprichudo e inmaduro soberano. Se acercó con toda seguridad a su pobre rey, se paró firme y hablo con severidad a su majestad:
Su Alteza - lo llamo, pero esto la ignoro olímpicamente, con sus pequeñas manos callosas de tan arduo trabajo cotidiano, tomo la mano enguantada del soberano - Escúcheme - suplico, apretando levemente la debil mano masculina, este solo la miro un poco, aquella anciana lo había criado desde que era solo un bebe. Lo conocía a la perfección.
Eso hago - susurro decaído.
¿Dónde quedo su gran orgullo? - dijo levemente enojada, pero llena de tristeza y dolor, se retiró del lugar con fingida gracia y soberbia. Sabia que aquellas palabras no le arian olvidar aquellos sentimientos, dolores y pesadillas, pero, talves, solo talves recuperaria a su frio y divertida alteza, que tomaria en sus manos el reino, una vez mas.
El pobre rey abrió tan grande los ojos que parecían querer salir de sus cuencas ante esas palabras. Tenía razón, él era considerando el rey más orgulloso, poderoso, fuerte e inteligente de todos, pero ahora en un par de días no era ni la sombra de aquel gran rey amado y odiado por varios de sus súbditos y reinos aliados. Sería la vergüenza de quien lo mirara, no confiarían en su juicio de nuevo, seria degrado de su puesto como soberano entre los soberanos.
Decidido se levantó de su cama, se dirigió con pasos apresurados a un muro, lo toco con la palma de su mano, y este se abrió, como si fuese una puerta oculta. Se paró enfrente de un espejo de cuerpo completo, se observó detenidamente, su extravagante peinado estaba más enredado que lo de costumbre, en su rostro se veían oscuras ojeras de décadas atrás, tenía una naciente barba rubia y rasposa. Se había descuidado bastante, tan solo por una ingrata joven a la cual no lograba olvidar.
Se dio una larga ducha mientras pensaba en cómo olvidarse de aquel amor, en primera circunstancia estaba su reino, su gente y como si fuera poco el orgullo familiar y el suyo. Frustrado bajo las cálidas gotas de agua que rosaban su palido cuerpo, golpeo con fiereza los blancos azulejos de aquel elegante baño, provocando que uno de ellos se quebrara, cayendo pedazos cerca de sus desnudos pies.
Tendría que olvidara aunque le costara la vida en ello y sentía que así seria.
Observo aquel roto azulejo por un par de segundos, tratando de meditar como arreglar su error, como volver a ser quien era antes, quien debia ser.
Salió desnudo del baño, dejando detrás de él un rastro gotas de agua, su mirada se mantenía seria, severa y orgullosa de nuevo. Llego hasta la puerta para salir de su habitación, en cuanto la abrió ya se encontraba vestido con sus típicas vestiduras reales, su rubia cabellera estaba más ordenada, el rastro de barba había desaparecido al igual que sus prominentes ojeras. En aquel pálido rostro se encontraba una juguetona sonrisa, llena de coqueteo y malicia. Se dirigió al trono con gran entusiasmo asustando a su pequeños nomos decaídos. Al verlos empezó a cantar con tanta jovialidad que contagio a sus lacayos, quienes alegres de la sorprendente recuperación de su alteza cantaron y bailaron, todos menos un par de viejos nomos que a pesar de la magia y la actuación veían sufrir a su amo, por una estúpida y sensata muchacha, la cual no tenía la culpa del acoso que recibió por parte del posesivo e inmaduro rey.
Janeth supero en medida su dolor, pues un amor tan puro como el que el sentia por aquella joven que cuido cuido desde que era una bebe, llenandola de fantacias para llenar de dicha su vida, nunca lo conocio coml aquel amante, sino como un malvado secuestra niños.

El Dolor De Un Rey (Jareth)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora