Cinco segundos de silencio.

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Límpiate la sangre de la cara. Levántante. Sonríe. Vuelve a golpear.

Simon Kohn llevaba toda la vida cayéndose. Conocía el sabor áspero del asfalto de Karlsplatz mejor que nadie, y en sus dieciocho años de vida había visto y sentido de todo. No era judío, era el judío. El hijo de judíos, el que un día sería padre de judíos. Nadie cambiaría eso jamás.

Desde niño, Simon siempre había querido ser escritor. No era el más capaz de la clase en Matemáticas, ni siquiera en Geografía, pero sí en Literatura. Pasaba las tardes acurrucado en una butaca del salón, sumergido entre las páginas de un libro. A falta de amigos, las palabras eran una buena medicina. Adoraba sentir a los personajes cerca; mirar fíjamente sus grandes ojos de tinta y estudiar su alma conforme iba avanzando por las páginas. Leía de todo, incluso cosas que cualquier otro habría tachado de inapropiadas para su edad: simplemente, a Simon le daban un poco lo mismo. No vislumbraba la diferencia entre un cuento de los hermanos Grimm y una dura novela ambientada en la Gran Guerra. Para él, todo eran mundos opuestos: mundos que, sin saberlo, acabarían chocando con el suyo antes o después.

Los Kohn, pese a su condición a partir de marzo de 1933, podría decirse que eran una familia normal y corriente. El padre, Isaac, era un médico de bastante reputación que había tomado bajo su tutela a un par de muchachos judíos que querían aprender el oficio. La madre, Jeanne, era una judía de origen francés que había conocido a su marido durante la Gran Guerra. Irónicamente, el pobre hombre había sido herido de gravedad en el campo y, despojado de su uniforme, había sido confundido con un soldado francés y llevado a una enfermería militar cerca de Verdún. La mujer, en un alemán torpe y poco fluido, había conseguido ocultar su verdadera identidad y lo había cuidado hasta que pudo volver a Alemania. Dos años después se había plantado de nuevo en Verdún para buscarla, con un título de médico recién expedido por la Universidad de Stuttgart y la visión de un brillante futuro por delante.

Así pues, la joven pareja había vuelto a Alemania en 1919 justo para dar a luz a la que sería su primera hija: Hannah Kohn, quien más adelante se convertiría en una de las poquísimas amistades de Simon. La siguió nuestro protagonista, en 1921, y después el joven Willi, nacido en una tormentosa noche de 1924. Finalmente, para coronar el fin de la década, llegó la pequeña Anya, en diciembre de 1929. La familia parecía vivir en sosiego pese a los irrefrenables cambios que se avecinaban: el doctor Kohn tenía visitas regulares a su consulta, Hannah se acababa de casar con un joven economista llamado Erik Kreusz, también judío, y los dos pequeños seguían yendo a un liceo judío cerca de Marienplatz. Era algo más complicado vivir en Múnich con el ascendente odio hacia los judíos, sí, pero hasta 1938 todo fue bien.

Sin embargo, como todo lo bueno, aquella extraña felicidad que rodeaba a los Kohn desapareció la el ocho de noviembre de 1938. Simon, quien acababa de terminar el instituto el año anterior, acababa de volver de la casa de su mejor amigo, Walter Franck. Su familia, muy vinculada con la de los Kohn, era de las pocas que aún recibía visitas de judíos sin problema alguno. El padre, Hermann Franck, era también médico y un estrecho colaborador de Isaac Kohn. El hijo mayor, Walter, había decidido seguir los pasos de su padre después de terminar el servicio militar obligatorio y ya se había inscrito para empezar a estudiar Medicina el próximo año. Los dos muchachos caminaban distraídos por la calle, como otras tantas veces habían hecho a lo largo de los años.

—¿Y tú crees que los ingleses dejarán que se queden con el corredor de Danzig? – inquirió Walter con aire distraído, dándole suaves pataditas a una piedra. El contraste entre su uniforme de las SS y la estrella amarilla que llevaba Simon bordada en la solapa de su chaqueta era, como poco, curioso.

—Pues ni idea. – Simon no solía opinar sobre política, porque a su modo de ver poco podría hacer al respecto. No quería dar más razones a los nazis para odiarle. – Ya viste lo que pasó con los sudetes . . . poca cosa hicieron.

—Ya, pero eso era diferente. Belgravia y Moravia querían anexionarse. Y Checoslovaquia . . . bueno, de esto solo saca beneficios. – Walter se encogió de hombros, mirándolo de reojo. – Salvo los judíos, claro.

Simon hizo una sonrisa de medio lado y se encogió un poco de hombros.

—Tampoco es nada nuevo, amigo mío. Estamos ya acostumbrados. – Hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta y se quedó mirando la calle con gesto pensativo. Estaban en Maximilienstraße, a tan solo un par de minutos de donde vivían los Kohn. Eran las cuatro de la tarde; en la calle todo parecía tan tranquilo como siempre. Al día siguiente, volvería a casa de los Franck para visitar a su amigo y conseguir algún que otro libro de lectura nuevo. Todo seguiría como siempre, sin cambios posibles que alterasen la vida ya tejida con complejidad de Simon Kohn, de su familia o de sus poco amigos. Todo iba a estar bien.

O al menos eso creía Simon por entonces.

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⏰ Última actualización: Oct 27, 2013 ⏰

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