"¿Eres feliz, Bea?"

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 Un viernes en la noche se sirvió una copa de vino y salió al balcón. Se veía bastante movimiento en la ciudad. Personas caminaban y reían rumbo a la calle de restaurantes y locales que quedaba al doblar la esquina. Beatriz observaba desde el balcón a la gente pasar. Una sonrisa melancólica se dibujó en su cara al reconocer que le dolía vivir en un edificio tan bien ubicado "me entero de todo lo que pasa sin poder formar parte de ello". Su mente se fue divagando... Cuando el frío comenzó a estorbarla más que a deleitarla, decidió que entraría a su apartamento. Con dificultad cerró la puerta corrediza de vidrio que separaba su cuarto del balcón y fue a la cocina a botar el resto del vino que quedaba en su copa en el lavaplatos. Nunca se tomaba la copa entera. Volvió a su cuarto y se dispuso a escribir el resto de su discurso. La entrega del premio era en dos semanas, en una semana viajaría a Estocolmo a recibirlo.

"El mayor honor que puede recibir un escritor... lo que siempre he soñado... el Nobel".

No entendía por qué estaba tan triste, porque sí lo estaba. Sí sabía que era por la soledad, pero se reprochaba a sí misma su tristeza, ¿no era esa la vida que había escogido ya varios años atrás? Siendo aún muy joven había decidido que quería ser escritora y con esa decisión también había llegado la de no casarse. A sus escasos veintiún años había pensado que una vida de escritora–famosa–soltera podía ser muy interesante, poética y admirable. Pensaba que la soledad le daría bastante material para escribir buenas novelas, así que había decidido que no se casaría. Entre ser amada y admirada había escogido ser admirada, y lo había logrado. Durante el día, la invitaban a programas de entrevistas, a comidas con personajes de la farándula intelectual de su país, a almuerzos, a bautizos de libros, a conferencias, pero en las noches, cada quien retornaba a su vida familiar, a su otra realidad y ella, la famosa y respetada Beatriz, llegaba a su apartamento y se enfrentaba con su verdad. Le dolía mucho pensar que a las personas con quienes pasaba el día les esperaba una noche de ruido, de risas, una noche de familia, mientras que a ella, a excepción de que hubiera alguna cena en casa de algún amigo, familiar o algo de trabajo, la esperaban unos silenciosos muebles y un Ipod que le hacía compañía con las tristes melodías de Joaquín Sabina, su solista favorito.

Una semana después, Beatriz estaba sentada en el avión rumbo a Estocolmo. Aunque había comprado un pasaje de turista, la habían sentado en primera clase, prácticamente obligada. Beatriz agradeció el gesto a las azafatas y se sentó junto a la ventana. La gente pasaba con sus carry–on. Un niño le preguntó a su papá por qué no se sentaban en los primeros puestos del avión, que se veían más cómodos, el padre le respondió "estoy trabajando para eso". Beatriz le sonrió al niño, que la miró tímidamente y siguió su camino hacia donde se encontraban los asientos de la clase turista. Dos personas la saludaron y una le pidió un autógrafo...

Una emoción infantil que siempre asaltaba a Beatriz cuando viajaba sola era la que le causaba la expectativa de quién se sentaría junto a ella en el avión. Los pasajeros seguían entrando al avión y ella continuaba observándolos a la espera de que alguno parara en su fila y se sentara junto a ella. Algunos le sonreían, pero todos seguían su camino. "¿Cuánta gente puede caber en este avión que siguen y siguen pasando para atrás?". Beatriz tomó su laptop y dispuso a releer su discurso, una vez más. No había llegado a la mitad cuando alguien se sentó junto a ella. Era un hombre. Intentó verlo de reojo, tenía unos cincuenta años. Continuó la lectura de su discurso hasta que el celular de su compañero, a quien no le había dirigido ni un "Buenas...", sonó...

Veinticinco años sin escuchar esa voz. Pero fue como si todo ese tiempo nunca hubiera pasado, era la misma voz ronca de siempre, y el mismo saludo:

–¿Qué hubo?

La útima vez que había visto a Enrique había sido el día en que ella le había dicho que quería dedicarse a crecer académica y profesionalmente y que una relación le quitaba mucho tiempo. Estaba segura de que él la había visto y que la había reconocido, como también estaba segura de que no la saludaría, Enrique era el ser más orgulloso, quizás con una mezcla de inmaduro y rencoroso, que habitaba la faz de la tierra.

Cuando trancó, Beatriz fingió estar enfocada en su lectura, cuando en realidad se debatía entre saludar o no. Sentía un nudo en el estómago "veinticinco años después y aún siento raro el estómago cuando lo veo, no puede ser" pensó Beatriz. Decidió que, en efecto, acabaría de leer su discurso y fingiría sorpresa al verlo. No pudo, Enrique saludó primero, aunque no fue un saludo propiamente, fue más una continuación de la que había sido su última conversación:

–Entonces, creciste profesionalmente y estás camino a Estocolmo a recibir tu premio. ¿Valió la pena?

Beatriz exhaló un suspiro antes de responder:

–¿Cómo sabes? –Fue todo lo que pudo decir.

–Por Dios, Bea, cualquier persona que está medianamente pendiente de las noticias sabe quién es el Nobel de literatura actual. Te felicito, en serio, además de que eres el Nobel más joven de la historia luego de Kipling. Ahora, responde, ¿valió la pena?

–¿Qué cosa, Enrique? –Preguntó Beatriz un poco molesta.

–Tú sabes.

–No, Enrique, no sé.

–Sí sabes, pero igual te digo, ¿valió la pena renunciar a tener una familia como la que siempre soñaste por este premio que vas a recibir en unos días de manos del rey de Suecia o no? Todo se reduce a eso. Estás viviendo el momento de plenitud de la vida que escogiste, ¿estás que desbordas de alegría? ¿Sientes que cumpliste tu misión en esta Tierra y bla bla bla?

Los ojos de Beatriz ya estaban brillantes y su cara le ardía. Enrique la miró, con la misma mirada de aquel último día hacía veinticinco años...

–¿Eres feliz, Bea? Te juro que te lo pregunto por pura curiosidad.

Beatriz tomó aire y respondió rápidamente para que no se le cortara la voz:

–¿Por qué no habría de serlo, Enrique?

–No sé, no sé. Solo quería saber. Listo, eres feliz con tu vida de, ¿cómo fue que me dijiste? Escritora–famosa–soltera. Era todo lo que quería saber, pues me alegro.

No hablaron en el resto del viaje.

...

Llevaba un vestido ceñido al cuerpo con mangas tres cuartos, color azul marino y bordado con lentejuelas. Se veía bastante hermosa, o por lo menos eso pensaba Enrique, que estaba en la entrega del premio Nobel. No le había dicho a Beatriz que había sido invitado y que por eso estaba viajando también a Estocolmo.

"Un escritor es el dios de su mundo creado, un ser omnipotente sobre sus personajes..." En medio de su discurso, la mirada de Beatriz se topó con la de Enrique y se quedó callada unos segundos, mirándolo. Tartamudeó, intentó continuar con la lectura de su discurso: "Los escritores gozamos de... No, no puedo". Miró al público, sus ojos brillantes, una sonrisa se dibujó en su cara:

–No vale la pena, señores, no vale la pena renunciar a una vida en familia por la literatura, por más sublime que sea. Se puede tener lo mejor de los dos mundos, pero si hay que escoger uno, solo les digo: cásense, cásense y tengan hijos, muchos, y sean felices. Yo no lo hice, no sé si estoy a tiempo. Espero que alguien que sé que me está oyendo me perdone y esté dispuesto a volver a empezar, sí, eso espero. Lo siento, sé que esto no es nada protocolar, lo siento, de veras. Muchas gracias por venir hoy. Buenas noches.

Sonrió y bajó lentamente las escaleras hasta su puesto. Dos horas después bailaba con Enrique en la fiesta oficial que se les organiza todos los años a quienes reciben el Nobel de Literatura.

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⏰ Última actualización: Jul 19, 2016 ⏰

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