Él tenía miedo de muchas cosas: le asustaba morir solo, le aterraba no alcanzar sus objetivos en la vida, tenía miedo de saltar al vacío, de tomar decisiones a ciegas, de actuar sin la certeza. Pero sobre todo eso, le aterraba ella. Le aterraba casi tanto como le atraía. Para él, ella era como la Caja de Pandora: por fuera era preciosa y por dentro maravillosa, pero muy en el fondo escondía un secreto que él no se atrevía a descubrir y que, sin embargo, era igual de atractivo que ella. Alguna vez había osado asomarse al precipicio de aquel tesoro, llegando a vislumbrar un brillo azulado en el fondo oscuro, pero el miedo a caer le obligaba a alejarse del precipicio y volver a la realidad, donde todo era cómodo, pero no era mágico.
Él aún recordaba el camino al precipicio. La primera vez que había entrado en él fue en el metro, lleno de extraños alrededor, de gente pervertida por el trabajo y los estudios, esclavos de la rutina. Él simplemente viajaba, disfrutaba del viaje con los cascos puestos, escuchando esa canción que tanto le gustaba, apoyando la cabeza en el cristal del vagón, sin pensar que en unos minutos tendría que bajar del vagón para ir a clases. Aunque los compases y los tonos siguieran sonando en los auriculares, la música paró cuando ella entró al vagón. Ella se sentó en el asiento de enfrente del chico y abrió el libro que llevaba en sus manos. Él leyó el título.
—Bonito libro —comentó Él.
—¿Lo has leído? —preguntó Ella. Él asintió—. ¿Cómo te llamas?
Pero Él e había asomado ya al abismo. Ella había levantado la cabeza y Él se había perdido en sus pupilas, camufladas entre el colorido iris, aquella magnífica puerta al interior de Ella, a lo más profundo de su ser. Y allí, desde el asiento del metro, vio por primera vez el abismo, aún inalcanzable para Él. Aún lejano.
Al día siguiente Él volvió a esperar en el metro a que Ella entrara. Y así sucedió. La que sería su mayor temor y la que era su mayor deseo volvió a entrar en su vagón y esta vez se sentó a su lado.
—Hola —dijo—. Ya casi me lo he terminado. Tenías razón, es muy bonito.
Él bebió de aquellas palabras como si fueran las últimas que oiría en su vida, se esforzó en disfrutar de cada palabra, cada sílaba, cada fonema mientras se concentraba en tatuar esas palabras sobre su piel, para que nunca las olvidara. En su cabeza sonaron de muchos colores y el tren se cargó de un aire a mar que le recordó a su infancia, a sus primeros años de vida, en su casa junto a la playa, antes de mudarse a la ciudad donde todo era más grande y a la vez tan cerrado, tan escondido, tan oculto...
—Te lo avisé. Nunca me equivoco al juzgar un libro.
Ella sonrió ante la broma y esa sonrisa acarició el corazón de Él como una suave brisa.
Continuaron hablando todo el camino sobre el libro, sobre su vida, sobre sus orígenes, sobre su pasado y su presente, sobre política, sobre sociedad, sobre la vida, sobre la muerte, sobre sus gustos y sus disgustos... Y Él mintió. Al principio no sabía muy bien por qué lo había hecho, pero Él había mentido. Siguieron hablando, pero ya no era igual, no para Él. Había mentido para caer bien, no había sido él por unos instantes y ahora ya no se sentía Él el que hablaba. Ella se bajo en la siguiente parada y Él se puso los casos para escuchar su música, intentando recuperar aquella esencia que había perdido con la mentira.
Pasaron los días y ambos siguieron encontrándose en el metro, hablando de sus cosas, sacándose unas risas y compartiendo trayecto juntos hasta que un día ella decidió dar el paso:
—¿Quieres mi móvil? Mañana estrenan esa película de la que hablamos el otro día... ¿Te apuntas a venir conmigo?
Él asintió y apuntó el móvil de Ella como quien apunta la clave para abrir una caja fuerte repleta de lingotes de oros. Él quería esa clave y Ella era su caja fuerte. Había hablado con ella durante muchos días en el metro y aún así seguía siendo un misterio. Podría hablar horas sobre ella, sobre cómo era, sobre lo que habían hablado, pero jamás podría hablar sobre su pasado o sobre aquél brillo azul que había al fondo del precipicio, aunque cada vez lo recordaba con más fuerza.
Recordaba como una vez Ella se había reído y ambos se habían quedado mirando fijamente a los ojos. Él desvió la mirada hacia sus labios, donde había descubierto una nueva puerta, esta vez más directa, al precipicio. Era un camino más intrincado y difícil, pero al final había llegado en menos tiempo al precipicio. La punta de sus pies flotaba sobre el aire y sus talones se apoyaba firmemente sobre la superficie, intentando no caer. Desde allí arriba había visto aquél brillo azul, mucho más intenso esta vez. Casi podía sentir cómo le llamaba, cómo le animaba a saltar. Él empezó a sentirse mareado, a sentirse perdido y a la vez a salvo. Frente al precipicio cerró los ojos e intentó avanzar un paso, entonces abrió los ojos y volvió a mirar hacia abajo. El miedo recorrió su cuerpo y Él retrocedió y se alejó del precipicio, y allí seguían ellos, mirándose con una sonrisa de oreja a oreja.
—Esta es mi parada, nos vemos mañana para la peli —dijo Ella bajándose del vagón. Él volvió a su música, la música que apagaba el miedo en su interior, la música en la que todo era más bonito.
En la entrada del cine ella le esperaba con una camiseta azul que a él le llenó de angustia. Le recordaba a aquél brillo azulado que veía al fondo del precipicio. Él llevaba una camiseta roja.
Comenzó la película. Él tenía un ojo puesto en la pantalla y el otro lo tenía puesto sobre Ella. A través de ese ojo Él profundizaba en su interior hasta llegar al abismo, a ese abismo del que no se atrevía pasar, el límite al que consideraba en su relación. Para Él, besarla sería un intento de violación. Él se sentiría como si hubiera traspasado una frontera que nunca había tenido que traspasar. Él habría saltado al precipicio y el brillo azul solo serían unas llamas que acabarían por consumirle. Necesitaba una señal, necesitaba saber que saltar era seguro y que podría descubrir por fin que era aquél brillo azul.
Pero esa señal no llegó. Ella miraba atentamente a la película.