Pesadilla

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El duende de piedra que vi en la entrada de la biblioteca fue un presagio del peligro que se avecinaba. Sus largas y deformes orejas caían enmarcando esa alargada y aterrada expresión. Poseía unos grandes ojos vacíos, sin pupila. Quien fuera el creador de esa abominación supo recrear con inquietante realismo la agónica situación de la criatura, que sostenido a duras penas por sus esqueléticas rodillas extendía uno de sus finos brazos a delante, suplicando piedad a la nada. Pero los delicados detalles, como el recorrido de las venas dibujándose en la piel o las arrugas de expresión en su rostro, unido a lo macabro de la estatua, me hacía sentirme realmente mal, como si la criatura fuera real, y su sufrimiento inevitable.

Al pasar a su lado un escalofrío recorrió mi espalda y no pude evitar que mi cuerpo se sacudiera, tratando de deshacerse de esa horrible sensación. Estuve unos segundos observando la escultura. Tratando de desentrañar el motivo del supuesto artista para crear algo tan triste. Pero pronto tuve que ignorar al pequeño ser, pues sus ojos vacíos parecían observarme con fijeza. Me ponía nerviosa. Caminé en dirección contraria a él sin mirar atrás, temiendo toparme con esa mirada suplicante.

Recorrí los pasillos de paredes vainilla decorados escasamente con algún que otro cuadro colorido. Bajé al piso inferior.

Me crucé con un chico de espalda ancha y rostro cuadrado e infantil. Me sonrió con timidez al pasar y se paró a observar un panel con panfletos que se encontraba pegado a la pared. Tenía un gracioso aire de inocencia en su mirada cristalina.

Un  par de chicas cogidas de la mano que bromeaban, dándose ligeros empujones mientras reían escandalosamente, se apartaron con exagerada velocidad para dejarme pasar.

Fue entonces cuando un sonoro y agudo grito retumbó en las paredes. No era una exclamación juguetona ni de un susto repentino.

Era aullido de terror que hacía estremecerse al alma.

El chico miró lentamente hacía arriba, de allí venía el alarido. No parecía encajar con él la serenidad cautelosa con la que se mantuvo. Una de las chicas dio un brinco y abrió mucho sus castaños ojos, como si hubiera pisado un puñado de carbones ardiendo. Su acompañante de pelo dorado aferró con fuerza su mano y trató de ocultar la tensión que se dejaba notar en su rostro.

Por mi parte yo no me sobresalté. No me extrañé en absoluto. Mi pesadilla se hacía realidad, otra vez. Y esto no había hecho más que comenzar.

Pude ver como despertaba en cada uno de los que estábamos allí ese instinto perdido y escondido en lo más profundo de nuestras mentes, la supervivencia.

Músculos tensos, ojos muy abiertos y quietud absoluta.

Casi sentí como agudizaban el oído a la espera de que se repitiera.

Por unos segundo la esperanza de que hubiera sido un error, una broma de mal gusto o que hubiera sido fruto de nuestra imaginación, tubo tiempo de salir a la superficie antes de ser ahogada y desterrada de nuevo por un nuevo bramido. Seguido de otro. Y otro. Y otro más.

El piso superior pronto se vio cubierto de terroríficos alaridos, seguidos de golpes y pasos acelerados.

Ninguno de los presentes pretendíamos quedarnos allí para averiguar el origen.

Las únicas salidas estaban en la planta de arriba. Estábamos bajo tierra. Sin vía de escape.

-          La sala de lectura.- susurró el chico. Lo miré, y mi expresión no debió gustarle, porque su nerviosismo pareció ir tornándose a… ¿miedo?

-          Vamos.- La chica de cabellos dorados dio un paso al frente, arrastrando con ella a la otra joven.

La sala de lectura era el lugar más apropiado para protegerse. Con su gran portón de madera pulida y sus innumerables escondrijos entre las estanterías, mesas y sillones.

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