Abrí mi armario por sexta vez, rebuscando de nuevo entre toda la ropa. Tal vez no había mirado bien las otras cinco veces...pero sí, si lo había hecho. Me crucé de brazos y resoplé, desesperado.
Había quedado con mis amigos en quince minutos y aun me encontraba en calzoncillos, esperando a que mi madre terminara de secar, con el secador de pelo, los únicos pantalones que me quedaban.
No, no era pobre, ni tampoco uno de esos guarros que tienen que lavar a última hora su ropa porque no tienen qué ponerse. Entonces, ¿por qué secábamos mis pantalones con el secador? La respuesta a esa pregunta tenía nombre y apellidos.
Desde que me mudé al vecindario, Francesca Ricchetti se había esforzado al máximo por hacer de mi vida imposible. Y aunque yo siempre contraatacaba, era yo el que salía perjudicado. La bromita del chicle había acabado con todos mis pantalones. O bueno, casi todos.
Cogí mi camiseta favorita, esa que me regaló Molly Winchester en mi decimosexto cumpleaños. Ese día estuve a punto de decirle a Molly lo mucho que me gustaba. Aun me preguntaba qué habría pasado si lo hubiera hecho. Me puse la camiseta y me miré al espejo. La cresta que me había hecho hace unos minutos estaba de nuevo despeinada, haciendo que mi oscuro pelo me cayera por la frente. Observé la camiseta, y fruncí el ceño al notar el enorme agujero que había en uno de sus costados. ¡Maldita italiana! Se acabó, esta sí que me la paga.
Me quité la camiseta y la tiré al suelo indignado. Desde mi ventana pude oír una risita. Oh no, otra vez no.
Ahí se encontraba ella, la señora Snyder, la vieja de la casa de enfrente. Se acercó más a su ventana, sonriente, y me saludó con la mano. Cerré las cortinas asqueado. Será pervertida... ¡Qué estaba en calzoncillos, joder!
Cogí otra camiseta del armario y me la puse, no sin antes comprobar que estaba libre de agujeros.
—Cariño, esto ya está seco —dijo mi madre, dejando los pantalones encima de mi cama.
—Gracias mamá —dije, mientras intentaba ocultar avergonzado mis calzoncillos de Bob Esponja—. ¿Podrías...? —Mi madre pareció darse cuenta en seguida.
—Oh sí, ya me voy.
En cuanto salió por la puerta, terminé de vestirme. Me calcé mis converse negras y miré el reloj. Cinco minutos. Genial, iba a llegar tarde.
Bajé las escaleras corriendo y cogí mi monopatín. Con un poco de suerte podía llegar a tiempo.
Mientras recorría las calles de Cleveland, pensaba en cuan diferentes habrían sido las cosas si Frankie y yo nos hubieramos llevado bien desde el principio. Yo lo intenté, lo juro. Hasta me colé en su habitación para esconderle un regalo de son de paz en su armario. ¿Cómo iba a saber yo que guardaba las bragas en el último cajón? Yo guardaba esas cosas en el primero. Los calzoncillos, no las bragas. Yo no usaba bragas, que quede claro.
Es verdad que tras descubrir el maravilloso cajón, estuve contemplándolo unos cuantos minutos, hasta el punto de olvidarme del tema del regalo. En mi defensa diré que estaba en plena pubertad. ¡Tenía las hormonas revolucionadas! Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo.
Desde ese momento, Frankie pasó de desconfiar de mí a no querer pasar ni un segundo conmigo. Y poco a poco, empecé a ser yo el que tampoco quería juntarse con ella. Nos habríamos distanciado del todo de no ser por Irina y Will. Ellos sí que eran buenos amigos, y no pensaba renunciar a ellos por una niña inmadura. Mi amistad con ellos se había vuelto más fuerte, sobre todo con Will.
Vi a lo lejos la entrada al circo, y en una esquina, hablando animadamente, se encontraban mis amigos. Ah, y Frankie, ella también estaba allí. Con su pelo rosa y sus pantalones rotos negros. ¿Ahora se creía gótica o qué? ¿Y qué era eso que llevaba en la nariz, un moco? Ah, pues no, era un piercing. Al final mi madre iba a tener razón con lo de la miopía e iba a tener que usar gafas.
—¡Spike! —exclamó animada Irina, mientras me proporcionaba un caluroso abrazo.
—¿Qué tal tío? —preguntó Will, chocando su puño con el mío.
Yo les saludé, y luego miré a Frankie. Estaba de brazos cruzados y me miraba mal, entrecerrando los ojos. Yo intenté devolverle la mirada, aunque fulminar con la mirada no era lo mío. Todos decían que cuando ponía esa cara parecía que estaba a punto de estornudar.
—Llegas tarde —dijo Frankie, sin apartar sus ojos verdes de los míos.
—Y tú tienes un moco en la nariz —dije, provocando que volviera a mirarme de manera fulminante. Si las miradas mataran...
Sin hacer caso a mi comentario comenzó a andar, seguida de Irina y Will. Dudaba que existiera una sola persona en el planeta que odiara a Frankie Ricchetti tanto como yo lo hacía. Aunque una cosa estaba clara, ella tampoco me soportaba a mí.
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¡Aléjate de mi cuerpo!
Teen Fiction¿Qué harías si al día siguiente te despertaras siendo tu peor enemigo? Frankie y Spike no podrían llevarse peor. Siempre intentan estar lo más alejados posible el uno del otro, y así evitar todas las bromas pesadas que llevan haciéndose durante añ...