Prólogo

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Hallak observó los machetes que colgaban de la pared de la choza pobremente iluminada. Delante de él tenía una gran variedad de ellos colgados de diferentes clavos: pequeños y curvos, grandes y serrados... Finalmente se decantó por uno que ni siquiera era un machete, sino que era relativamente pequeño y de hoja fina.  Lo cogió con sumo cuidado, en su mirada se notaba el respeto hacia el instrumento. Se acercó hasta una mesa de madera tosca y dejó el cuchillo en ésta; a su lado había un cubo con agua.

Hallak cogió unas pinzas muy rudimentarias que reposaban sobre la mesa y las introdujo en el cubo. Algo empezó a agitarse en su interior. Con gran maestría levantó las pinzas y mostró a la luz de las velas un pez globo que boqueaba con ansias.

Los minutos pasaron y Hallak seguía manteniendo el pez en el aire. Veía como su vida se disipaba lentamente, cómo su cuerpo se retorcía inútilmente entre sus pinzas. 

Finalmente, algo en los ojos del pez se apagó, una pequeña chispa, y su cuerpo se destensó completamente. Ya no hacía ningún intento por liberarse, había dejado de boquear. Hallak posó el pez sobre la mesa y dejó las pinzas a un lado. Volvió a coger el cuchillo de antes y empezó a abrir el pez con una habilidad magistral. Una vez encontró el hígado lo extirpó del interior del pez y lo sostuvo en alto, proyectando sombras de diferentes formas en las paredes de la choza.

Cogió una cuchara enorme y la introdujo en un caldero pequeño que hervía a fuego lento. El contenido era verdoso y de aspecto poco apetecible. Removió el contenido, haciendo que algunos de sus ingredientes se mostraran brevemente. A continuación recitó unas palabras ininteligibles y estrujó el hígado sobre el caldero y, cuando éste estuvo prácticamente seco, lo arrojó inmediatamente al interior de la mezcla. Una vez el silencio se hizo, dejó la cuchara a un lado y vertió parte del caldero en una especie de cantimplora.

El cansancio no se notaba en su cara, ni siquiera un ápice, todo lo contrario: sonreía, sonreía exageradamente. Empezó a reír y sus carcajadas llenaron el silencio de la choza. La había terminado, y con ella el fin de la civilización humana había sido firmado, sólo quedaba encontrar los sujetos adecuados.

Fuera de su choza, la luna se alzaba iluminando un estrecho sendero que conducía hasta un pequeño poblado. Hallak vivía solo, había sido desterrado.

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