11 de junio de 2015

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Nací en un pueblito donde la única posibilidad para estudiar era la escuela de monjas. Así que recibí toda mi educación con las monjas. Esas si que eran unas yeguas, no tenían piedad, te levantaban a las 6 de la mañana, te daban una ducha de agua fría y derechito a rezar con la primera luz de la mañana. No vaya a ser cosa que no quieras desayunar porque la madre superiora era capaz de hacerte tragar una doble ración para enseñarte una lección. Si contestabas te pegaban con la regla, si no contestabas te pegaban con la regla, si las mirabas te pegaban con la regla, la regla era una extensión de sus manos, unas manos frías, todas llenas de arrugas y cayos. Yo les dije muchas veces a mis papás que no quería seguir en ese lugar, que la madre era mala y que las hermanas me daban miedo con sus hábitos, pero ellos no me escucharon, así que crecí en ese lugar, saliendo los fines de semana para estar con la familia, y para colmo el domingo tocaba ir a misa, no tuve respiro de esas mujeres hasta que termine la secundaria. Algunas veces pensé en volverme monja, después lo conocí a Carlitos. Pero ni las ganas de vomitar que me daban cuando la madre Catalina me obligaba a comer, ni las tiritonas que padecía después de las duchas heladas por la mañana se podían comparar con lo que siento en este momento, es una mezcla de asco, cansancio y náuseas que se esparce por cada una de mis células combatiendo mi cáncer. Entiendo que es un precio a pagar por intentar curarme, pero no estoy preparada para pasar por esto una vez por semana.

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