La costa se extendía larga y solitaria hasta donde alcanzaba la vista. Las olas que recorrían la orilla oscurecían la arena para luego huir de regreso a la gran masa de agua que murmuraba cerca y lejos. A él no le agradaba la playa, pero no por una razón en particular, simplemente no le agradaba el calor húmedo, la arena que encontraba caminos dentro de la ropa y las botas –y otras partes más privadas–, y la potencia que, por alguna razón, el sol siempre tenía cuando caía sobre todo aquel que se atrevía a estar allí. Pero ahí estaba, tras sucumbir ante los deseos de su pequeña hija, que ni siquiera hablaba, sino que se expresaba mediante balbuceos que solo un padre entiende; el elfo camina con ella en brazos, envuelta en cálidas mantas que la protegen del aire frío de la tarde, atento al trayecto y a la pequeña, por si pudiera necesitar algo. Su inseparable libro cuelga seguro de su cinto mediante una cadenilla, rebotándo en el muslo izquierdo con cada paso que da, diez adelante y diez de vuelta, para que la pequeña fuera arrullada por el movimiento y la melodía del agua.
Estar con su hija era un golpe de sentimientos encontrados que todavía le costaba asimilar. Ver esos ojos color ocre lo envolvía en una alegría maravillosa que avivaba los latidos de su corazón, arrancándole una sonrisa por momentos; pero también era una tortura, cruel y punzante en esa calidez en su pecho, pues era un perpetuo recordatorio de aquella persona que ya no estaba con él. Y también tenía la herida del rostro, que todavía no había cicatrizado y lo obligaba a vendarse cada mañana; era consciente que dejaría una cicatriz que lo acompañaría hasta el final de sus días, que ardía con la fiereza misma de las palabras «estás advertido», todavía frescas en su memoria. Con aquellas líneas que le cruzaban el rostro ardiendo y latiendo, el aire frío no logra atravesar las vendas, pero sí erizar la piel de sus brazos descubiertos.
—Ya empieza a helar —comentó con suavidad en un suspiro—, será mejor que regresemos a casa y prender un leño o dos.
El sonido de las olas era agradable y sereno, continuo, como no podría ser de otra manera, salvo por unos instantes que se escuchaba uno diferente al del agua que iba y venía. Este era de pisadas sobre la arena y un débil tintineo que lo acompañaba, sin embargo, Kertae no le prestó demasiada atención, no más que a aquella voz que siempre le hacía compañía. Esta, que llegó a sus oídos, hizo que inclinase de nuevo la mirada hacia la pequeña, ya algo adormecida entre sus brazos, para luego asentir; parecía una conversación consigo mismo, pues nadie más estaba cerca de él y aun así hablaba en respuesta.
—Lo sé, pero me está ardiendo la herida y quisiera poner un emplasto nuevo que la refresque —continuó de vuelta, respondiéndo a esa invisible entidad, sintiendo con mayor claridad que las vendas alrededor de su rostro lo sofocaban. Pero debía continuar hasta que el bebé se durmiera antes de atreverse a regresar. Un sacrificio que gustoso haría.
Y se giró tras diez pasos para volver a caminar otros diez. Entonces divisó a lo lejos la silueta de otro ser vivo en dirección contraria, que parecía tener algunas dificultades para caminar. De primera mano pensó que podía tratarse de un anciano, pero una voz más clara lo apremió a que fuera cauteloso, y los pasos se redujeron a siete. No era un anciano.
Como si hubiera salido en ese instante de las aguas que tenía a su izquierda, el hombre renqueaba con mucho esfuerzo sobre la arena, que se hundía bajo sus pies a causa de su gran tamaño y el peso de la armadura que lograba cubrir su cuerpo, un tanto desecha y suelta. Ambas manos se apoyaban en un enorme mandoble, el recurso que había utilizado para ayudarse a andar. Sus manos temblaron y perdieron la fuerza que sujetaba el mango, luego sus piernas el equilibrio, y finalmente el aliento para terminar cayendo al suelo de rodillas, y, apenas un instante después, de bruces. Únicamente en el último momento cruzó miradas con el elfo, el suficiente tiempo como para que este pudiera advertir, perplejo, una mirada adusta y llena de angustia que se desvaneció en el momento previo a la inconsciencia.
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Las Brumas del Ocaso
FantasyUn hombre aparece varado en la playa, llevando a cuestas el peso de un mal que lo atormenta. Allí, desvanecidas sus fuerzas, es encontrado por Kertae, un elfo cuyas tribulaciones giran en torno a proteger y cuidar a su pequeña hija; una criatura ap...