Carta.

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Francia, 12 octubre de 1916.

Querida Alicia:

He leído todas tus cartas, pero como verás no las he contestado. Tus cálidas palabras anhelan mi regreso sano y salvo, pero ya te habrás imaginado que eso difícil es.

Las ratas se cuelan entre los cuerpos de los cadáveres de mis compañeros, el olor a descomposición baña mis fosas nasales, la herida de mi hombro escuece, las lluvias no cesan y las frías noches me llevan a pensar en el motivo por el que estoy aquí.

Alicia, esta será la primera y última carta que recibas de mí, no porque mañana pueda morir, sino porque ya estoy muerto en vida.

No me reconozco y eso me asusta. Ver muerte, hace que mi respiración desaparezca; ver sangre, provoca revoluciones en mi garganta; ver las lágrimas de mis compañeros y sus extremidades podridas, me revuelve el estómago... Por ello, ahora mismo, no me reconozco. ¿Estoy cambiando o cuándo te vuelva a ver volveré a ser el mismo?

Alicia, fui un monstruo contigo; te lastimé. Te lastimé mucho, sin embargo, ahora mi pulso tiembla ante la idea de que no me odias y de qué esperas mi regreso. Eso a mí, aunque no me creas, me duele.

Por este motivo, Alicia, vete lejos, muy lejos, a un lugar que, aunque quisiera, no podría encontrar. Sé que te buscaré cuando vuelva, sé que este monstruo dormido te buscará y te matará en vida de nuevo. Lo sé.

Lo siento, Alicia. Quisiera poder decir a tu hermoso rostro lo mucho que te quiero, pero sé que cuando lo vea no te lo diré. Me gustaría, pero no puedo.

Ahora lloro, sufro, mato y vuelvo a llorar. Mientras que aquí soy humano, allí soy un monstruo; mientras que aquí lloro al pensarte, allí disfruto al herirte; y, mientras que aquí tiemblo al ver sangre, allí disfruto ver la tuya. Y eso no cambiará.

La otra noche mi mente se hundió en una ilusión, pero parecía tan real que no pude evitar creer en ella. Tú y John estaban en el verde jardín de la casa; él jugaba con Alfred, y tú tejías con esas delicadas y finas manos...Por un momento, una sonrisa y un sentimiento de paz invadieron mi interior, sin embargo, todo se tiñó de sangre; tus labios rojos se derretían, los dedos de tus manos se caían, tu fina nariz sangraba y cicatrices aparecieron en tus delgados brazos.

Luego de aquello mis manos se enfriaron mucho más, no por el tormentoso frío, sino porque había descubierto algo mucho más placentero que lastimarte...Matarte.

Por ello, es mi deber aprovechar mis escasos momentos humanos para decirte: Eres libre.

Sé que mañana mis puños se bañarán en sangre ante la idea de que te dejé marchar y el arrepentimiento de haberte dejado libre será insoportable, pero ahora sé lo que tengo que hacer. Y tú también lo sabes.

No me escribas más y desaparece.

Te quiero. Sé que te quiero, por eso, vete.

Albert Jones.

Desaparece, mi querida AliciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora