La torre de control del aeropuerto de Sabadell se balanceaba ligeramente con el viento que soplaba esa mañana de marzo. Era un día soleado pero frío y apenas había actividad, tanto aérea como humana y era un buen cambio del habitual trajín de otros días.
En el interior de la torre de control, tan sólo había tres personas esa mañana: Mario, Ana y Tomás, que era el controlador jefe. Rodeados de instrumentos de navegación, sabían que dada la poca actividad del pequeño aeropuerto empezarían los despidos y no estaba el horno para bollos.
Tomás, se paseaba con la americana puesta, y devorando una magdalena que mojaba en una taza de café y dejando que su bigote encanecido se llenara de pequeñas manchas. Observaba como trabajaban sus dos subordinados y tan sólo intervenía si era absolutamente necesario, si los recortes que se rumoreaban eran ciertos, ya tendría tiempo de ponerse de nuevo a ser un controlador más.
Ana observaba los instrumentos, más por inercia que por otra cosa, ya que no había actividad. Era una mujer de cuarenta años, algo gruesa, con el pelo recogido en un moño que no sólo le estiraba el pelo, sino parecía estirarle el rostro también. De vez en cuando miraba a Tomás de soslayo pero él seguía mirándolos vigilante, y ella no se atrevía a escaquearse descaradamente con el jefe delante.
Mario era el más joven de la cuadrilla de control, como se habían bautizado en un día de fervor amistoso, y tenía colocados los auriculares y vigilando bien su pantalla y sus instrumentos. Ahora mismo había un vuelo, una pequeña avioneta que estaba realizando unos vuelos de prueba pero lo más importante, su piloto era su novia Sara y no quería que sucediera nada malo. Nunca había estado trabajando con ella directamente y se sentía algo paranoico por si algo iba mal, claro que Sara era todo lo opuesto.
–Torre de control a vuelo 100–73, responda vuelo 100–73 –dijo Mario
–Aquí vuelo 100–73, ¿Que tal lo hago, guapo? – Preguntó Sara y se empezó a reír.
Mario miró de reojo a sus compañeros pero estos no parecieron advertir su alborozo. Él se ajustó los auriculares en un gesto que denotaba nerviosismo.
–Muy bien Sara, pero ya sabes que hemos de procurar que haya las menos conversaciones personales, que estamos trabajando.
Sara se rió y le dijo:
–Oh, eres taaaan profesional. Por eso te quiero, voy a subir un poco de altitud.
Mario sintió como se le enrojecían las orejas pero no se atrevió a decirle que la quería por miedo a que sus compañeros le escucharan. Era muy pudoroso en los temas sentimentales y aunque llevaba dos años trabajando con sus compañeros, todavía había cosas que no se atrevía a decir delante de ellos.
–Vuelo 100–73, vuelo 100–73, estás tomando mucha altura. Vas a alcanzar pronto el techo de vuelo –dijo Mario algo nervioso al ver los gráficos de su pantalla.
El techo de vuelo era la altitud máxima que una aeronave podía alcanzar, y en el caso de una avioneta Cessna 172 como era la que pilotaba Sara, era de 4700 metros.
–Todavía estoy a 4000 metros Mario y esta preciosidad tiene mucho aguante.
Sara sonaba feliz como siempre que pilotaba pero también algo inconsciente, y eso a Mario le asustaba un poco. Bueno seamos sinceros amigos, a Mario le asustaba mucho.
–Sara, estabiliza, una racha de viento por noreste se acerca a tu posición, deberías virar unos... cien metros aproximadamente.
El silencio, el terrible silencio que recorre los oídos de un controlador cuando está hablando con un piloto es lo peor que puede sucederle. Ese silencio es la incertidumbre de no saber si el piloto ha hecho caso ... o ha ocurrido algo malo.