La mujer del cuadro

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Se sabe que en este mundo hay quienes disfrutan de la soledad que obtienen alejándose de las personas. Mas creo que nunca pensaron en que una vez existió quién durante la mayor parte de su vida no tuvo contacto con ningún ser humano. ¿Quieren leer la historia de un hombre que pasó su existencia confinado en casa? ¿De un hombre que probablemente perdió el juicio en aquella soledad? Parece fantástico y, sin embargo, dejó vestigios que prueban que existió, si bien no hay manera de corroborar la mayor parte de sus vivencias. Quizás lo que se cuenta de su persona no constituya un relato íntegro y estemos ante un simple cuento inventado; pero para eso están aquí, ¿verdad? para escuchar historias de las que no están seguros.

     Y ya sin más preámbulos, he aquí el relato de un hombre que estuvo recluido en su casa, como él solía jurar, desde siempre:


      Contemplaba cómo allá a lo lejos, acariciando los verdes montes, se encontraba la vieja iglesia de San Alonso y, a un lado, el cementerio abarrotado de tumbas. Ya nadie sabía cuál era el sepulcro al que debían orar y dar como muestra de aprecio un ramo de las flores preferidas del difunto. El lugar, en sus inicios, se limitaba a un pequeño pedazo de terreno, el cual se fue llenando con los años. Después de haberse colmado de cadáveres, las personas no dejaron de sepultar a sus difuntos en el viejo cementerio, sin respeto a la muerte ni a lo sagrado, convirtieron el lugar en algo aberrante: había muertos enterrados sobre otros, un cadáver pudriéndose encima de quién sabe qué tantos más, un conjunto de gusanos y carne putrefacta se ocultaban debajo de otros similares.

      La iglesia y el cementerio eran lo único que veía todas las mañanas por la ventana, mirar a través de ella me mantenía, de alguna manera, cuerdo.

    Mi día transcurrió con la debida normalidad. Al fin, la noche llegó. Por lo regular estar eternamente al cobijo de cuatro paredes me resulta agradable. En extremo agradable. Puedo configurar el entorno que me rodea a mi entero gusto. Puedo escuchar mis pensamientos con gran nitidez. Puedo escrutar mi mente. Sin embargo odio tener que ir hasta mi alcoba para dormir: siempre tengo que pasar por el mismo corredor lleno de retratos de personas cuyas ropas y modo de arreglarse se remontan a la época victoriana. Pareciera que todos los pintores se pusieron de acuerdo en una cosa: dotar a los retratados de una mirada profunda, más viva que la de los vivos, que se siente clavada en la nuca cuando les das la espalda... se parece mucho a la locura. 

Uno de los cuadros retrata a una hermosa mujer con las manos descansando sobre el regazo en un gesto lleno de gracia, su piel delata la posición aristocrática que alguna vez tuvo, unos rizados cabellos caen cual serpientes doradas sobre sus hombros. Sus ojos de un celeste más perturbador que hermoso, sus pupilas dilatadas, su ropa digna de una dama de alcurnia: odio todo esto. Es la pintura de una tal Lady Mary Wood la misma que ahora parece seguirme con la mirada. 

He intentado voltear el cuadro en muchas ocasiones, pero a la mañana siguiente aparece en la misma posición que ha mantenido todos estos años. Una vez me decidí por guardarlo en el sótano, sin ningún resultado, para cuando despuntó el alba la pintura estaba de regreso en su sitio. Desde luego he intentado destruirlo: arrojarlo a la chimenea, desgarrar el lienzo, lanzarlo contra las paredes, tomar el hacha y reducirlo a astillas, todo vano, el cuadro es invulnerable.

Lo más aborrecible de Lady Mary Wood es que cuando paso a su lado, por la noche, ya sea porque tengo que bajar a atender mis necesidades (o cualquier otra cosa), es cuando más le parece divertido arrancarse la cabeza y sujetarla con la diestra en lo alto hasta casi tocar el marco, con un aire triunfante. 

No sé por qué tiene ese asqueroso hábito, pero es muy desagradable escuchar el sonido de los huesos de su cuello tronando y  ver cómo su cabeza se desprende del cuerpo, salpicando su elegante vestido de sangre y manchando sus gráciles manos, haciendo del antes pintoresco cuadro una pesadilla que sólo se le ocurriría a un psicópata. ¿Pero qué otra opción me queda? ¿Ignorarla? ¡Ja! Eso es ridículo, no puedes ignorar a Lady Mary Wood, siempre encuentra la manera de hacerse notar, por eso la odio, tiene el despreciable talento de llamar la atención en cuanto lo desea. Pero bueno, creo que me he desviado del camino. Como les iba contando, todas las noches debía de recorrer ese pasillo oscuro, con la mirada de la aristocrática mujer victoriana siguiéndome. Ese día no era la excepción. Caminaba envuelto en la penumbra cuando sentí un escalofrío recorrerme desde el cuello hasta la espalda (¡horrible!). Me iluminé con una vela casi consumida, escrutando entre la oscuridad logré apreciar que a sólo unos centímetros de mí se encontraban las escaleras y que había logrado caminar hasta el final del pasillo casi sin notarlo, era un alivio.

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