IV

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Tenía entre mis dedos, la mano que había acabado con quien sabe cuantas vidas. Pero permanecía la ternura de sus caricias. En sus ojos encontraba las estrellas reflejadas, la inocencia de un niño que corre por el desierto feliz buscando la felicidad, y sin embargo, esos ojos eran testigos de masacres y ataques nocturnos a pelotones como el mío.

Zara era una completa incongruencia, y creo que eso me gustaba más de él. ¡Qué aburrido es conocer a alguien sin tener que tratarlo siquiera! Hay personas tan transparentes que de ver su rostro, ves su pasado árido y estéril, con dos o tres cosas relevantes. Al crecer ese fue uno de mis miedos más grandes, pero conocer a Zara había hecho mi vida digna de haberse vivido.

Nuestros pasos se perdieron en la hierba de los jardines centrales del palacio donde se celebraba la comida. Los macizos de rosas se alargaban por el viento que los acariciaba con violencia. El olor de las gardenias, dulce y tranquilizador, nos embargó. Él tomó un pequeño tallo entre los dedos y lo olió, me lo puso en el pecho y lo ató con un pequeño cordel rojo que parecía servir precisamente para eso.

-Es mi flor favorita -me dijo y se tendió en el pasto.

-Creo que también es la mía.

-Es un presagio, estamos destinados a vivir juntos para siempre a partir de ahora -recosté mi cabeza en su estómago y él no me quitó. Su tono de voz entonces se volvió más sombrío. Al tiempo que hablaba, su estómago subía y bajaba-. Disculpa mi romanticismo. Suelo volverme trágico después de una batalla. Creo que así mi alma se cura de lo que ha visto, si es que el ama se puede curar. ¿Crees que se pueda?

-Espero que sí.

-Yo también. Creo que se puede curar con la belleza de las cosas, de las personas, de los sentimientos. Pero eso convertía entonces al amor en un acto egoísta, ¿no crees? Queremos sanarnos con otra persona que a su vez quiere sanarse con nosotros. ¡Que difícil es el mundo! -busque su mirada con mis ojos, pero no la encontré. Él miraba al cielo.

No quise contestarle, sólo quería escucharlo hablar. Zara era una obra de arte: debías contemplarlo, no contradecirlo.

Tenía entonces frente a mí su abdomen y sus muslos. Su piel vainilla se veía tan suave bajo la luz de la luna que colgaba a poco metros sobre nuestra cabeza, o eso parecía. El reflejo azul la hacía terriblemente tentadora.

Entonces pasé los dedos bajo tan hermosa imagen. Noté como su piel se erizaba bajo i tacto y como se estremecía en pequeñas bolitas. Besé su cadera, subiendo lentamente hasta su ombligo. Ahora sí me miraba.

Me sentía de nuevo bajo el efecto de aquella extraña bebida que había abandonado mi sistema esa mañana. Un deseo violento que nubla la conciencia, como el de un depredador en una jaula que lucha por escapar a toda costa.

La punta de mi lengua recorrió el camino que me separaba de su boca, donde se perdió entre los besos que, poco a poco, se volvían más apasionados. Mis manos acariciaban su cuerpo como si moldeara barro, esculpiendo sus curvas, pasando por los tensos nervios, por las costillas, la espalda, la cadera, los glúteos. Levanté entonces la prenda que cubría su desnudez y me aventuré en aquellas extrañas tierras guiándome sólo por el contacto y los gemidos que Zara dejaba escapar.

Él llevó a su vez su mano a mi entrepierna y comenzó a acariciarme de una manera hermosa. El viento jamás ha acariciado tan suavemente a la arena en la historia del mundo. Se escuchaban las risas de sus compañeros dentro del edificio, pero nosotros estábamos e otro mundo.

Zara, en un arrebato de placer, se situó sobre mí. Se desprendió de las prendas que cubrían su torso y se abalanzó a besarme de nuevo.

Habiendo perdido la virginidad mucho antes que yo, el bar de sus caderas mientras me deslizaba en él fue suave y muy placentero. Me tomó de las costillas a la vez que bajaba la cabeza y galopaba sobre el pasto, sin perder nunca la elegancia que parecía ser endémica de su cuerpo.

No temas, yo he de protegerte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora