Amelia

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Las luces del teatro se apagaron. La orquesta tocó las primeras notas. El concierto estaba a punto de comenzar.

Amelia voló por encima del público, rozando levemente el pelo de algunas chicas que se agitaban emocionadas en sus asientos. Las envidiaba, tan llenas de vida.

La orquesta seguía tocando en la penumbra. Era una obertura peculiar. Sonaba clásico, pero a la vez tenía un punto de modernidad, los típicos arreglos orquestales de las bandas sonoras actuales mezclado con algo que sonaba a años cincuenta. Quizá nunca hubiera estudiado música, pero noventa y seis años siendo el fantasma de un teatro dan para aprender unas cuantas cosas sobre armonías, acordes y partituras.

Flotó sobre la fila doce de la platea, la que según ella tenía la mejor sonoridad de toda la sala. Se encendió un foco y un haz de luz iluminó un chico moreno y menudo que salió al escenario desde detrás de la orquesta. Esperaba una voz aguda, casi infantil, pero en vez de eso, el chico entonó unas notas graves que reverberaron dentro de ella. Amelia avanzó hasta la fila once y al hacerlo se enredó en el pelo cardado de una señora que manoteó como si apartara una mosca. Se quedó quieta. Sabía que algunas personas podían sentir su presencia. Estaban las que notaban un escalofrío, y también las que miraban alrededor esperando ver a alguien. Otras, como la señora de la fila doce, actuaban como si acabaran de caminar a través de una tela de araña. Después de noventa y seis años, aún no se había acostumbrado a la sensación de ser detectada. Por eso nunca se acercaba demasiado al escenario. No quería distraer a los artistas.

Otros dos chicos salieron a escena. Amelia volvió a tener la sensación de que sus voces desentonaban con sus cuerpos. El más bajo de los dos cantaba con una potencia inusitada. ¿Dónde guardaría aquella voz?, se preguntó Amelia. El más alto y corpulento era sin embargo el que tenía la voz más aguda de los tres. Los miró extasiada y se acercó un poco más. Quizá no pasara nada si subía al escenario con ellos. Por primera vez desde que murió sentía la urgencia del tiempo. El concierto podía acabar en cualquier momento y esos chicos desaparecerían. ¿Y si no volvía a verlos nunca más? Aunque ¿existe el nunca más para un fantasma? Amelia podía buscarlos, salir del teatro por primera vez desde el día del incendio y oírlos cantar cada vez que quisiera: en la ducha, en las fiestas familiares, mientras acunaran a sus hijos. Todo aquello habría sido una buena idea salvo por el pequeño detalle de que no sabía cómo hacerlo. Nadie le había dado un manual de instrucciones de cómo ser un fantasma. Ni siquiera sabía atravesar paredes. Solo flotaba día y noche sobre el patio de butacas sin más entretenimiento que esperar a que el público se sentara en sus butacas y la música empezara a sonar.

Amelia se sintió triste. El espíritu descendió hasta posarse en los hombros de una quinceañera nerviosa que grababa un vídeo desde la segunda fila. A la chica le dio un escalofrío e hizo el ademán de ponerse la chaqueta. El fantasma del teatro vio con letras luminosas el pensamiento que se formó en la cabeza de la niña: "No, la chaqueta, no, que tengo que lucir el push up." Amelia no sabía lo que era un push up y eso la hizo sentir aún más triste. Tanto, que flotó de nuevo y se permitió romper la regla de no acercarse a los artistas.

El chico menudo era muy guapo. Guiñaba el ojo y se sonrojaba cuando los otros dos hacían bromas. El de las gafas parecía el jefe. Cantó ópera y a Amelia le pareció lo más bonito que había oído en mucho tiempo. El chico alto era muy divertido. Apenas lo entendía cuando hablaba, pero tenía una risa contagiosa. Pensó que, de haber estado viva, no habría sido capaz de decidir cuál le gustaba más de los tres.

Los vio subir los escalones del escenario. El de las gafas hablaba. Bajó hasta engancharse en su tupé. No podía saber si era suave o si pinchaba, pero le gustaba estar allí. El chico saltó y el concierto acabó. Corrieron entre bambalinas hasta los camerinos. Reían y hablaban entre ellos. A Amelia le gustó percibir que estaban contentos. En noventa y seis años, nunca había estado en esa parte del teatro. Sin duda, había cambiado mucho. La reconstrucción después del incendio y las posteriores remodelaciones había respetado el aspecto decimonónico del patio de butacas, pero detrás del escenario nada era como ella recordaba. Vio luces, cables y botones por todas partes. La gente iba y venía. Se sorprendió de que hubiera casi tanta gente detrás del escenario como delante. El chico de las gafas entró en su camerino y empezó a desvestirse. Amelia se sintió avergonzada y se desenganchó de su pelo. Flotó hasta la puerta pero estaba cerrada. No sabía cómo atravesarla, aunque de alguna manera era consciente de que podía hacerlo. Oyó que alguien llamaba al chico desde el pasillo. Él contestó. Amelia se giró y lo vio en calzoncillos. Estaba a punto de ponerse los vaqueros, pero se detuvo y miró hacia donde estaba ella. Parpadeó unas cuantas veces y agitó la cabeza. ¿Qué haría si notaba su presencia? ¿Y si el chico de las gafas se asustaba tanto que perdía su voz? Amelia se puso muy nerviosa, tenía que salir de allí. Entonces pasó algo increíble: una mano apareció a través de la puerta y la cogió por la muñeca. La mano tiró de ella y Amelia atravesó la puerta. Y ya está. En realidad, pasar a través de una superficie sólida era tan fácil que Amelia se sintió avergonzada por no haberlo intentado antes. Delante de ella, el fantasma de una señora delgada le dedicaba una mirada entre curiosa y reprobatoria.

"¿No sabías cómo cruzar la puerta?" - Los pensamientos de la señora fantasma cayeron sobre Amelia como un cubo de agua fría. Nunca antes se había comunicado con otro espíritu y lo encontró agotador. Todo a su alrededor de llenó de ruido estático y unos destellos blancos aparecían entre ellas cada vez que las frases no pronunciadas volaban de la una a la otra. Sin duda, hablar era más lento y rudimentario, pero mucho más encantador.

La fantasma se llamaba Maria, Maria Callas, y no estaba dispuesta a permitir que Amelia se preocupara por cosas tan mundanas como ver a un chico en calzoncillos.

"Sigues pensando como una humana cuando ya hace casi un siglo que no lo eres. Estás muy por encima de estas cosas. No hay normas ni reglas ni leyes. Puedes hacer lo que quieras. Yo recorro el mundo de teatro en teatro respirando música y a veces me paro en las olas de una playa desierta y me desparramo sobre la arena fría. Eso me gusta. ¿Tú quieres seguir flotando sobre ese patio de butacas toda la eternidad? ¿Incluso después de que el teatro no exista?"

"No, quiero volver a oírlos cantar."

"Jajajajaja, te entiendo. No se lo cuentes a nadie, pero son mi guilty pleasure. Ya he perdido la cuenta de cuántos conciertos llevo. Hay algo mágico en los vivos, ¿no crees?. Tan limitados, tan constreñidos, tan miserables, pero a la vez tan fuertes y tan locos, tan capaces de lo peor y lo mejor."

"Guilty pleasure no es lo mismo que push up, ¿verdad?"

La puerta del camerino se abrió y el chico de las gafas salió al pasillo. Maria pasó a través de él unas cuantas veces. Él se subió la cremallera de la chaqueta de cuero y se atusó el tupé. No pareció ser consciente en absoluto de que el fantasma de Maria Callas acababa de atravesarle.

"Pruébalo, es fascinante."

"Pero antes ha estado a punto de verme. Creo que puede notar nuestra presencia."

"No, no puede. Ningún vivo puede notar un espíritu libre. Si te ha sentido es porque aún estabas demasiado atada a tu vida humana. Pero ahora ya has cruzado tu primera puerta. Pasa a través de tu primer humano. Siéntelo. Graba sus recuerdos como tuyos, aprehende su humanidad."

La misma Amelia que un rato antes había sentido vergüenza se lanzó a través del chico de las gafas. Fue como nadar contra corriente. Un fuerte viento de imágenes y fragmentos de vida la empujaron hacia atrás, pero Amelia no cejó. Iba a llegar hasta el final, iba a salir al otro lado. No le cabía la menor duda de que de haber sido capaz de respirar, ahora estaría jadeando. Al otro lado del chico de la gafas, un mundo lleno de nuevos colores se presentó ante ella. Volvió hacia atrás: tenía que hacerlo otra vez. Mil veces más. Jamás había sentido tanta plenitud. "Cuantos más humanos atravieses, más espíritu serás", sintió el pensamiento del fantasma de Maria Callas. "Corre, ve a por otro". El chico alto avanzaba por el pasillo y Amelia se lanzó dentro de él. Lo envolvió con el ansia del caminante que lleva horas sin beber y al salir al otro lado percibió sonidos y olores que antes no estaban. Todo su ser era un receptor de sensaciones extraordinarias. Necesitaba más. Uno más y ya podría salir a recorrer el planeta. El chico guapo, tenía que encontrarlo. Amelia apareció junto a él. No sabía cómo lo había hecho, pero estaba en una habitación diferente. El moreno de ojos verdes hablaba por teléfono sentado en el sofá. El espíritu lo atravesó tres, cuatro, cinco veces, casi con lujuria.

Amelia explotó.

No literalmente, claro, puesto que no había materia en ella. Pero su consciencia se expandió hasta llegar al último rincón del universo que se le antojó incluso pequeño.

"Jajajajajaja, sabía que te encantaría." La frase de Maria se proyectó en algún rincón de su mente. "Vuelve aquí que los chicos cantan también esta noche."

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