Capítulo 1
DOMINIC Drecos no había creído que un sitio así le fuera a gustar.
De hecho, siempre había criticado a los grandes hombres de empresa que fingían
tener familias felices y se escapaban a discotecas como aquella en cuanto podían para,
a cambio de una copa muy cara, ver a chicas casi desnudas.
Pero no había podido librarse. Un importante cliente, junto con sus dos contables
y tres directores, habían insistido.
Querían conocer la noche londinense y no se referían a cenar en un buen
restaurante de Knightsbridge y dar una vuelta por Piccadilly Circus. Tampoco una
noche cultural en uno de los teatros de Drury Lane, claro.
-¿Y dónde los llevo? -le había preguntado a su secretaria-. ¿Tengo yo pinta de ir
a sitios así? Antes de contestar a esa pregunta, recuerda que tu trabajo podría estar
en peligro -había sonreído a su secretaria de cincuenta y cinco años-. ¿Tú conoces
algún sitio?
-A las abuelas no nos dejan entrar, señor Drecos
-había contestado Gloria-, pero ya me encargaré de preguntar por ahí y le
prometo que le encontraré un sitio adecuado.
Y así había sido.
Menos mal que Gloria había encontrado un local en el que no había bailes eróticos
sobre las mesas ni escenas de desnudo enjaulas.
De hecho, Dominic miró a su alrededor con la consabida copa de champán en la
mano y pensó que el local no era demasiado sórdido.
Había poca luz, eso era cierto, pero la comida era pasable y las copas, aunque le
iban a costar una fortuna, eran de alcohol bueno. Además, parecía que su cliente se lo
estaba pasando en grande.
Las preciosas camareras que desfilaban ante ellos eran maná para su alma
cansada. Dominic Drecos había decidido no volver a tener nada con una mujer. Le
bastaba recordar a su ex novia para tener sudores fríos, a pesar de que llevaba,
gracias a Dios, seis meses sin verla y sin saber nada de ella.
No, gracias. Conversaciones, cenas íntimas, teatros, regalos y toda la
parafernalia del cortejo, para él había terminado.
Se obligó a hablar con su cliente y le preguntó educadamente por sus estudios en
Oxford a la vez que miraba discretamente el reloj.
Cuando levantó la vista, la vio.
Estaba junto a su mesa, con la bandeja apoyada en la cadera e inclinada hacia
delante. Había observado que todas lo hacían, seguramente para enseñar el escote de
silicona y animar así a los clientes a que siguieran gastándose el dinero en champán.
Seguro que se llevaban una comisión por botella abierta.
La camarera que tenía ante sí estaba utilizando el mismo truco, la misma sonrisa