4 de abril, 1965.
Un día en que el sol parecía emitir un abrasador resplandor que nunca antes había sido visto.
Ambos se miraban. Un beso intenso dio lugar en el momento y lugar preciso. Ella se sonrojó, exactamente como la vez en que se conocieron. Luego, al interior de sus ojos, se desató la mayor pena que un humano podría presenciar al despedirse del ser al cuál amas. Él la miró; le prometió que todo estaría bien, y que ningún día apartaría de su mente la existencia de tan celestial mujer. Ella se estremeció al oír esas palabras.
Sin antes acariciar esa panza candente de vida, se marchó con una lágrima que se deslizaba y dejaba una fuerte huella de humedad sobre su mejilla. Se giró a contemplar a su amada, y al unísono, una emotiva sonrisa emergió desde ambos rostros tan enamorados.
Ese fue el momento en que el aire se solidificó, y las ondas de amor que ambos emanaban parecían congelarse. Aquel fue el tiempo en que ambos sincronizaban sus mentes para sólo pensarse mutuamente. Aquella fue la instancia en que se vieron por última vez.
Un par de años después, ella miraba con ternura al inocente infante que parecía descongelar las ondas de amor que su amado emitía tiempo atrás. Su delicado rostro, podía revivir por instantes aquellos tiempos en que su vida se centraba sólo en pensarlo. Ella podía volver a sentir brisas de aquel cariño que su fiel hombre expresó justo antes de irse.
Nunca odió la guerra por haberle arrebatado la vida al padre de su hijo, hombre al que amaba con una pasión que no acataba límites, y quebrantada cualquier ley prefabricada para amar... sin embargo, todavía, durante cada noche de su existencia, lo soñaba regresando a por ella desde Vietnam, abrazándola con un ímpetu que encendía nuevamente las llamas de amor existentes en su corazón, las cuáles nunca realmente lograron descongelarse.
