Se frotó la frente con el dorso de la mano, sacó el pañuelo del bolsillo de la bata y se limpió las manos, frunció el ceño mientras hacía una lista mental de todos los defectos del dibujo y suspiró. Apuró las últimas gotas del óleo rojo con la punta del pincel y firmó el cuadro; bajó el brazo tras hacer el último trazo y sonrió; por fin había acabado el cuadro; dio varios pasos hacia atrás y contempló la obra, todavía fresca, apoyada en un caballete de madera que había sido manchado con los colores usados en otros cuadros. Dejó el pincel en un vaso lleno de aguarrás en el que ya había metido otros cuatro pinceles y la plancha de madera que usaba como paleta la dejó debajo del grifo. Se quitó la bata con suma delicadeza y la colgó en el perchero marrón colocado detrás de la puerta. Con un simple movimiento de muñeca giró el picaporte de la puerta y salió a la calle; se montó en la pequeña Vespa blanca que se había comprado tras vender varios de sus cuadros. Condujo carretera arriba mientras el viento movía el pelo rubio que sobresalía del casco. Paró el motor cuando el semáforo cambió a rojo. Apoyó su pie en el asfalto; los peatones cruzaban de dos en dos, otros caminaban en grupos, hablando entre ellos, los que iban solos la mayoría llevaban prisa o iban distraídos, pensando en sus cosas, escuchando música; había ejecutivos, atletas, médicos funcionarios, todos con una historia detrás, algún hilo que les sujetaba a este mundo, los hilos que se cruzaban hoy marcando un día exacto e irrepetible en su historia.
Pensando en esto, giró la cabeza hacia la derecha, allí había una pequeña pastelería con una terraza, tenía grandes ventanales de madera pintada de blanco y cristales que iban desde el techo al suelo; el toldo era de un vistoso color morado en el que ponía el nombre de la tienda: "La Galleta de Loly" del local salía un dulce olor a chocolate. Miró el reloj de la plaza; quedaban varias horas para que anocheciese y su casa no estaba lejos; cuando el semáforo cambió a verde cruzó el paso de cebra, aparcó la moto en la acera y la encadenó a una farola. Se giró sintiendo que alguien la miraba, detrás de ella, apoyando un codo en el cristal del escaparate había un chico que la miraba, llevaba unos vaqueros desgastados y una camiseta roja; tenía el pelo negro, caía cubriendo las orejas y acababa donde empezaba una barba de varias semanas que cubría media cara. Ella alzó una ceja molesta por el comportamiento de este chico y por la estúpida sonrisa que se había dibujado en su rostro. El amplió su sonrisa cuando vio el efecto que había provocado en aquella chica; descaradamente la miró de arriba abajo y deteniéndose en cada punto; miró las zapatillas Converse, luego se detuvo en unos vaqueros azules manchados con gotas de colores, pasó de largo de la camiseta azul y se detuvo en su cara, tenía los ojos verdes y pelo rubio; su cara era redonda y con pómulos muy marcados, las mejillas tenían un color rosa natural que se empezaba a intensificar a medida que él detenía su mirada en ella.
El chico se acercó a la mesa donde esa chica de ojos verdes y pelo rubio estaba sentada; agarró el respaldo de la silla y preguntó: — ¿Está ocupada?— ella negó con la cabeza y siguió concentrada en el amargo olor del café.
El chico agarró el respaldo de la silla y se sentó en ella; se quitó la mochila y la apoyó en la pata de la mesa.
— ¿Qué haces?— susurró la chica tras la escena que presenciaba.
—No está ocupada— contestó el chico encogiéndose de hombros y sacando un cuaderno de la mochila.
—Vete— le ordenó ella
—No— respondió él inmediatamente abriendo el cuaderno.
—Que te vayas— le ordenó ella alzando un poco la voz.
— Esto es un país libre, puedo hacer lo que me dé la gana— replicó él apartando la vista del cuaderno.
Sonrió al ver que había dejado a la chica sin palabras. Ella puso cara de asco y miró la calle por los ventanales; la plaza seguía llena de personas, se fijó en una señora con tacones y hacía señas para parar un taxi, un chico se acomodaba unos auriculares en las orejas mientras se sentaba en el autobús, una pareja de ancianos, apoyados en bastones, andaban disfrutando de la tarde.
—Me llamo Miguel— se presentó el chico extendiendo la mano hacia ella.
—Ariel— respondió ella
—Como la sirenita— dijo el chico con una sonrisa
—Como el detergente— contestó ella
—Es bonito— dijo Miguel torciendo la sonrisa
—Es feo— protestó ella.
— ¿Te prefieres llamar de otra manera?— preguntó el chico
—Sí— reconoció ella
—Ángel— dijo él tras pensarlo varios minutos.
—Ese nombre es de chico— protestó Ariel con cara de asco
—No, tú te llamas así— sonrió él
Ariel suspiró, le caía bien aquel extraño chico; se fijó más en él, en los pequeños detalles que se le habían pasado por alto, en las arrugas que se le formaban al lado de la boca cuando sonreía, era muy guapo, muy atractivo, muy simpático.
De fondo sonaba la canción de la banda sonora de la película "el club de los cinco"
Miguel cerró los ojos y levantó la mano con el puño cerrado.
— ¿Qué haces?— preguntó ella.
—Judd Nelson— dijo él. —El club de los cinco— añadió él viendo la cara de confusión de Ariel.
—Lo siento— sonrió la chica con voz inocente
—No Ángel, necesitas educación cinematográfica— dijo el chico.
Agarró la mano de Ariel y la llevó fuera del local, el viento soplaba moviendo el pelo de ella; Miguel la agarró de la cintura y silbando con los dedos llamó un taxi.
El interior del taxi le resultaba familiar; los asientos y el volante forrados con terciopelo de estampado de leopardo, dentro de las puertas había revistas colgadas con pinzas para la ropa, extraños colgantes agarrados a cadenas estaban cuidadosamente puestos en la ventana del coche. Sonaba una canción al ritmo de mambo.
—Creo que ya he montado en este coche— susurró Ariel.
—Sí, seguro— torció la sonrisa el chico.
Cuando llegaron a la dirección que Miguel le había dicho al taxista, los dos se bajaron del coche, ya había empezado a anochecer y hacía un poco de viento. El taxi se fue y los dos se quedaron solos, ella se frotó los brazos, nerviosa, mientras él abría la cerradura.
—Oye Ángel, ¿te encuentras bien? — Preguntó el chico cuando la vio dudar
—Sí...— comenzó ella
—No confías en mí ¿verdad— acabó la frase por ella.
—A ver...— trató ella de justificarse. Él la miró sin decir nada. —Podrías ser una asesino en serie— bromeó ella.
El chico arrugó el rostro en señal de disgusto —Bueno, la verdad es que tú tienes más pinta de asesina en serie que yo— bramó de forma descarada.
— ¿Cómo? — preguntó Ariel confusa.
—A ver, esa mancha roja en la cara puede ser de sangre perfectamente— dijo él mirando una pequeña mancha roja de pintura que cubría una parte de su mejilla.
Ella se tapó la cara avergonzada y molesta por el tono que había utilizado el chico, estaba claro que le había molestado que no confiase en él.
—Espera— dijo él.
Ella alzó un poco la cara pero con las manos todavía en las mejillas; él se acercó a ella, agarró sus manos por las muñecas y las apartó, el chico tocó la mancha con el pulgar, a ella le ardía el rostro y le temblaban las rodillas, frotó la mancha con el dedo, las caras estaban cada vez más cerca la una de la otra; sentían que el tiempo se paraba y el universo desaparecía, solo existían ellos dos.
Una vez dentro de la casa el chico se quitó la chaqueta y dejó las llaves en un cenicero; llevó a la chica a una sala con una tele, unos sofás y máquina de hacer palomitas.
— ¿El club de los cinco? — preguntó ella sentándose en el sofá
— ¿Lo dudabas? — sonrió él acercándose a una máquina de palomitas,
— ¿Te parece eso una respuesta? — preguntó ella sonriendo
— ¿Te lo parece a ti? — le siguió el juego
Acabó la película, su despedida fue una promesa, dos besos en la mejilla, una mirada incómoda por parte de ella y un suspiro por parte de él.
Cada despedida, les hacía sentir un vacío en el pecho, cada beso en la mejilla, mariposas en el estómago y cada mirada, un torbellino de emociones.
Él la quería, la quería cada vez que se acomodaba en la silla, cada vez que le brillaban los ojos cuando los protagonistas se besaban, cada vez que se retorcía de risa cuando la hacía cosquillas, la quería cuando sonreía, pero sobretodo la quería porque se había enamorado de ella.
Ella le quería, le quería cada vez que la respondía con otra pregunta, cada vez que repetía los gestos que hacía el protagonista, le quería cuando le hacía cosquillas, pero sobretodo le quería porque se había enamorado de él.
Los dos querían ese beso, pero tenían miedo de pedirlo; tenían miedo de que el otro le rechazara, tenían miedo de que el otro no pensara lo mismo; pero en realidad, el que no arriesga no gana y el cementerio está repleto de cobardes.
Eso fue lo que Miguel pensó cuando la vio alejarse con la moto, se quedó allí hasta que su olor se disipó en el aire, hasta que ya no quedó rastro del amarillo de su pelo; sacó el móvil y abrió el chat que tenía con ella, miró su foto de perfil, estaban los dos, sonrientes, sentados en un cortacésped a semejanza de la película "no puedes comprar mi amor" en la foto él la agarraba de la cintura y ella conducía; cerró los ojos y suspiró; lo había decidido.
Al día siguiente como todos, ella recibió un mensaje de buenos días a la misma hora de siempre solo que esta vez, ella estaba despierta para responder; por la tarde, antes de que el mensaje llegase ella ya había confirmado que iba a ir; estaba decidido, hoy lo iba a hacer, porque el que no arriesga no gana.
La película que ese día tocaba era "mujeres al borde de un ataque de nervios" a ella le entró un ataque de risa, cuando vio la escena del taxi, lo que la hizo mucho más adorable, a ojos del chico.
La hora de la despedida fue lo peor, tras darse dos besos, ella comenzó a cruzar la calle.
— ¡Miguel!— llamó ella
Él cruzó el paso de peatones hasta la mitad, ella se acercó a él; los dos tragaron saliva y se juntaron más.
—Dime— respondió él intentando parecer natural.
—Te quiero— pronunció ella al fin.
Él se acercó a ella, cubrió sus mejillas con sus manos y con complejo de Ryan Gosling, la besó, la besó con ganas, cerró los ojos en todo momento y sonreía cada vez que se apartaba.
De repente, sintió un horrible dolor en la cadera, algo que le hizo volar por los aires y perder el contacto con ella; sintió un golpe en la cabeza haciéndole sangrar; pronto comprendió lo que había pasado, un coche les había golpeado mientras estaban en el paso de cebra, un golpe que probablemente les iba a costar la vida y el conductor se había dado a la fuga.
Presa del pánico buscó a Ariel, la encontró tendida en el suelo, rodeada de la gente que se agrupaba en el borde de la acera para mirar. Se arrastró por el suelo, haciendo uso de sus últimas fuerzas y llegó hasta ella, apartó el pelo de su cara que se había manchado de sangre y la miró, sus ojos se llenaron de lágrimas al verla así, llena de cortes en la cara, ella abrió los ojos y se miraron.
—Ahora sí pareces una asesina en serie— sonrió él incorporando su cabeza.
—Tú también — dijo ella casi llorando
Fue en ese momento cuando ella perdió todas la fuerzas y se dejó caer en los brazos de él, Miguel gritó algo pero ella ya no lo escuchó, no veía ni oía nada, simplemente un zumbido.
—Ángel, te quiero a morir— dijo él a su oído mientras respiraba por última vez, segundos antes de que lo hiciese ella también por última vez.