El aburrimiento te lleva a hacer muchas cosas.
Te lleva a mirar por la ventana y observar cómo la gente pasa sin percibir que están siendo observados. Gente apresurada que intenta volar por sobre la acera para llegar a ese destino incierto que se espera encontrar más adelante, detrás de la siguiente esquina. Gente que lleva de la mano a una gente un poco más pequeña, quienes miran extasiados todo a su alrededor. Sientes su felicidad al degustar el aroma de algo nuevo en una ciudad vieja. Gente que despistada va golpeándose con todos e intentando buscar alguien que le brinde indicaciones. Gente alegre, gente que no sonríe. Gente grande, pequeña, joven, vieja. Portafolios que se golpean y estudiantes que van buscando vacilón en cada actividad. Señoras que ríen sin importarles si alguien las escucha o no, otras, mucho más tímidas que hablan bajito… muy, muy, muy bajito; contando el chisme popular de la oficina. Lo sabes porque el receptor del mensaje tiene una expresión de cotilleo única y eso te hace preguntarte, irremediablemente, si es timidez o hipocresía.
Te lleva a pensar, también, en lo diferente que podemos ser los unos de los otros y en esas pequeñas cosas que nos unen en pequeños grupos, en dúos, en partes iguales y distintas de un todo que espera ser llenado con cada pequeña parte que quieras verter en el de ti mismo, de ti misma. O en esas cosas que te separan, rompiendo gustos y porqué no, también géneros.
Un café humeante descansaba inmóvil en una taza de losa blanca, me dio pena levantarla, llevarla a mis labios y perturbar su estado de dulce paz. Pero lo hice.
No era la primera vez que nos reuníamos en aquel café, y no sería la última.
La primera vez que lo vi, yo estaba aquí mismo. En esta misma mesa, en este mismo café, tomando exactamente el mismo brebaje amargo; intentando resguardarme del cruel invierno que ese año había arreciado más.
Me reí al verlo. Me resultó todo un personaje del cual hablar en mis textos y le observé con mayor interés. Un Quijote sin rocinante intentando pasar desapercibido para cualquier Dulcinea que esperara para lanzar un pañuelo desde su balcón para que él levantara la mirada. Uno de esos tipos que no corren, pero tampoco caminan lento. Esos que van a su ritmo y que por eso llaman la atención de las demás personas. Creo que eso fue lo que me llamó la atención de él.
Estaba al otro lado de la calle, peleando con un montón de libros y un paraguas que no tenía intenciones de abrirse. Pensé en que las probabilidades de que cruzara la calle y entrara al mismo café en el que estaba sentada, eran las mismas de que tomase un taxi para dirigirse exactamente a casa y terminar con el suplicio de la lluvia, que ya por ese momento mojaba los libros que fervientemente intentaba salvar dentro de su gabardina negra.
Besé la losa blanca intentando esconder una sonrisa, pensando que uno no conoce a las personas que caminan a su lado. Que pasan tan desapercibidas los unos con los otros sin pensar que quizá, lo que no encuentran y buscan desesperadamente está observándolo desde otro ángulo en este tipo de selva de cemento.
La puerta se abrió de golpe y aquel hombre entró como recién salido de un manantial, destilando agua. Volví mi mirada hacia la ventana, mientras intentaba sentir algo con el caer de algunas gotas solitarias por la ventana.
El café parecía un hervidero de ruido sin que nadie conversara, mientras lo único que quería era sentir el goteo contra el suelo y pensar que en algún lugar de esta misma ciudad, esta lluvia estaría siendo reflejada en la cara llorosa de una niña pequeña que busca respuestas mirando a la nada e intentando no sentirse desolada y sola. Sola y triste. A muchas otras calles, con dirección contraria, en una esquina entre la calle cinco y seis una pareja de amantes volverían a reencontrarse luego de muchos años, preguntándose con la mirada si es que alguna vez lograron olvidar. O quizá en el edificio de Brooks hay solo una ventana con luz, de quinientas cincuenta y cuatro ventanas que dan hacia la misma calle, solo una está encendida, solo una sigue viva y allí, hay un pequeño escritor de cinco años que espera terminar su carta a Santa Claus para esta navidad. No pedirá juguetes como los demás, no pedirá una bicicleta, ni el monopatín de última moda con una línea roja en la mitad; pedirá que para navidad su madre regrese de esa operación de riesgo alto y que pueda abrazarla otra vez.