- ¡Anda, mira, turrón de verdad! - exclamó Cris mientras con su cucharilla retiraba lo que parecía un ladrillo de almendras de dentro de su tarrina y se lo comía encantada. - Ya te dije que aquí ese helado es genial. - yo sonreía feliz mientras paladeaba lo que quedaba de mi bola de galleta. Casi habíamos terminado nuestra merienda: llevábamos dentro de la tienda ya unos quince minutos, y mucha gente había entrado y salido con su helado. Sin embargo, no había visto ningún otro brazalete. Bebí un poco de agua de mi mochila y nos marchamos de allí.
Seguía haciendo un calor infernal fuera: aún quedaban muchas horas de luz, y además yo no me iría a casa hasta las nueve o las diez. Entre quejidos y resoplidos nos resignamos a caminar hasta el Parque Grande, donde tendríamos sombra asegurada. Cruzamos el par de calles que nos separaban de él con impaciencia y suspiramos aliviados al llegar al lado de una fuente.
- Dios, no pienso salir de aquí hasta que no se haga de noche - refunfuñó Aarón. - Es que el calor que hace no es ni medio normal - continuó Eli. - Pues ya sabéis, el parque es muy grande, hay mucha sombra... ¡Vamos a pasear! - nadie, ni siquiera el Sol, iba a quitarme el buen sabor de después del helado. Gracias a que los árboles de ambos lados del camino por el que íbamos eran muy altos, podíamos caminar a nuestras anchas, sin tener que apilarnos como sardinas en uno de los laterales.
Pero a los pocos metros recorridos escuchamos un ruido de motor enorme detrás de nosotros. - ¡Apartaos de ahí! ¡Aire! - una chica de nuestra edad iba vestida de una manera muy extraña, pero lo que más destacaba eran unas gafas de piloto que se acababa de poner sobre los ojos y dos enormes cohetes que llevaba debajo de sus brazos, como si fuese un avión humano.
Se acercaba a nosotros desde donde habíamos empezado a andar a gran velocidad. Cris se apartó rápidamente, igual que Aarón y Jaime, aunque este último se quejó al recibir un pisotón del pelinegro, que se había movido demasiado deprisa. - ¡Tía, Vi, reacciona! - Eli me hablaba a mí. Me había quedado embobada viendo como los propulsores de la chica se encendían en una llama que parecía controlada al milímetro, para proporcionarle velocidad sin derribarle ni hacerle salir despedida.
Tiró con fuerza de mi camiseta de tirantes y el brazo que le quedaba más cerca, y consiguió que me inclinase hacia ella lo suficiente como para evitar que el reactor me diese en la cara. Pasó tan cerca de mí que pude notar el calor del fuego en las mejillas y la nariz. - ¡No te has quemado de milagro! - exclamó Jaime entre risas de incredulidad: parecía haber visto muy claro que yo iba a ser la cena de esa noche.
- Gracias... - dije con un hilillo de voz mientras me giraba a abrazar a mi salvadora. Mientras la achuchaba, pude ver de reojo como la temeraria de los cohetes volaba ahora esquivando los árboles que nos daban sombra. Reía frenéticamente, emocionada, agitando las piernas en el aire. De repente, un palo apareció de la nada atravesándole el cráneo con una fuerza brutal. Al principio me pareció que era algo que había caído del árbol sobre su cabeza, pero cuando una segunda estaca se clavó en su pecho guiada por una mano invisible, distinguí que se trataban de lanzas. "Esto es lo que ocurre cuando rompes las normas". La voz de mi segunda conciencia se hinchaba con orgullo, como si fuese un héroe de guerra.
Mientras la chica caía conforme la llama de su maquinaria se iba apagando, aquella fuerza invisible le dedicó otras tres lanzas: en la espalda, en la mano del brazalete, y cuando hubo terminado de caer al suelo, quedando solo sostenida ridículamente por aquellas varas como si fuesen tutores de un árbol muerto, una última lanza emergió del suelo para clavarse en su entrepierna. Todos emitimos un sonido de escozor al mismo tiempo, señal de que habíamos visto la desagradable escena.
Pero pronto nuestras muecas de horror se convirtieron en caras de sorpresa: las lanzas empezaron a relampaguear en un brillo dorado, que parecía transmitir una energía extraña al cuerpo. Una finísima capa de oro comenzó a extenderse por la piel de la chica desde cada una de las lanzas, dejándola completamente cubierta, como si fuese una momia muy lujosa. Su cadáver quedó allí, petrificado, tumbado en el suelo de forma violenta por culpa de las lanzas que le habían maltratado instantes antes. Preferimos dar media vuelta e irnos antes de que nos relacionasen con lo que acababa de pasar.