CRONICA DE UNA PIEDRA QUE CAMBIO LA RUTINA

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Esta es, en pocas palabras, la crónica simple, poco divulgada, de la manera en que Peter, una piedra y la rutina cambiaron las costumbres de una región y, después, la de un país.

El motivo de este relato es para dejar algún testimonio a las futuras juventudes de cómo un hecho fortuito puede derivar en un deporte y las consecuencias inherentes a éste.

Todo empezó hace mucho, mucho tiempo atrás, en un día asoleado en que Peter, aburrido de la rutina, se puso a chutear unas piedras del camino mientras venía de regreso de su enojoso trabajo. Luego, cansado de patearlas y hastiado del hábito de andar por el mismo polvoroso camino, Peter se dirigió hasta la ribera del río que, tranquilo, como un espejo, escurría por allí, mostrando un paisaje grato, verde y fresco. Allí, no se sacó la ropa para bañarse sino que, a la sombra de esos árboles, se puso a buscar piedras planas y hermosas, discos perfectos, que luego empezó a lanzarlas por sobre las tersas aguas, lo más lejos posible de su cansada y odiosa existencia. Ahora no levantaba polvo. Ahora eran bellos objetos voladores que bailaban haciendo piruetas sobre el agua. Así, también, quería lanzar su vida. Sacarla de la trampa agobiadora de formulismos y llenarla de figuras que le dieran significado. Le encantó esta nueva entretención. En cada lanzamiento trataba de llegar más lejos, superar el anterior, ya sea en distancia o en arabescos, porque el hombre siempre se pone metas. Estaba feliz y entretenido comparando las distancias de cada tiro y los contactos sutiles sobre la superficie del agua, que contaba en cada toque hidro- pedregoso, agachándose más cada cierto rato para ver los efectos del lanzamiento en esa nueva postura; buscando en cada contorsión el tiro perfecto. Una entretención inesperada, que la hacía gozoso.

Sucedió que, por la ribera opuesta, atinó a pasar Richard, quién, también hinchado de la regularidad de sus días, en lugar de chutear piedras, había agarrado un palo y perseguía a cualquier bicho alado que se le pusiera por delante. Los usaba de blanco para probar su fuerza y precisión. Con su bastón, cuál proyección de su masculinidad, apenas le había acertado a dos saltamontes y había desflorado dos enhiestos cardo marianos.

Así fue como, en su caminar errabundo, atinó a pasar por la ribera opuesta del cauce y vio que una impensada pétrea moneda cruzaba delante de él. Y como buen gringo que era, es decir, común y curioso, se aproximó al borde del lecho para averiguar de dónde había venido dicho objeto. A treinta metros más o menos, casi frente suyo, pudo observar a un original individuo que hacía increíbles contorsiones para disparar lo más lejos posible la enojosa rutina. Vio que cada cierto rato se agachaba y buscaba en el lecho del río los proyectiles que luego lanzaba por sobre el agua, en su la dirección. Caminando, recto a él, llegó Richard, en el momento justo en que venía volando uno de esos nuevos balazos. Y pudo más su instinto juguetón que la ira rutinaria. Por ello, haciendo uso de la "hacienda de su brazo", afirmóse el extremo del palo entre las manos y se aprestó para dar de lleno en el disco que venía en su dirección, para devolvérsela al "boludo" o pelotudo que la enviaba, pretendiendo con este gesto romper la monotonía asfixiante y reírse en la cara del otro cuando viera el boomerang que producía con su brazo.

Y así fue como, el enfrentamiento de estos dos hombres, uno esforzado, el otro atento, más las pedradas, más el palo, más la separación del agua que marcó la distancia, más el romper con la rutina, más el orgullo personal, hizo que se mantuvieran entretenidos durante horas junto al frescor de esas aguas. Se olvidaron de comer. Si tenían sed, era cuestión de agacharse a beber.

Por esta causa y por lo lato de este asunto, llegaron los curiosos que tuvieron la suerte de pasar por ambas riberas. Así fue que, en ambos lados, viendo lo competitivo y lo entretenido de este asunto, fueron cambiándose los oponentes y se formaron grupos desafiantes en cada costado, donde antes no los había; de hombres ansiosos de vencer basados en el tozudo orgullo de cada día. En cada lanzamiento ponían el alma. Empezaron a cruzarse apuestas. En ambos costados. Se buscó otro palo más duro porque el primero ya no servía para tan repetitivo menester. Y ya no se buscaron discos sino que bolas más perfectas. Por supuesto, la gente se olvidó de Peter y de Richard, ya que hasta el nombre es un hábito duro de cargar. Y como los yanquis son originales y no les gusta dejar algo sin patentarlo, un individuo del pueblo de Peter, uno de los primeros en observar toda la competencia y el fanatismo que se iba despertando en la multitud, el cual se fue incrementando con el correr de las horas y de los días, de la llegada de gente de los pueblos cercanos, se percató que la gente eligió a los más diestros de cada grupo: a los señores John Basehart y Lionel Ballington, ambos casados y ansiosos de desahogarse de las obligaciones familiares. Por lo tanto, coludió, como buen abogado, acostumbrado a las disputas cotidianas, que en ello habría mucho dinero y que, de ser bien aprovechado, lo sacaría de los frecuentes y polvorientos juicios. Fue y anotó rápidamente las "Reglas básicas para que los seguidores de los señores Basehart y Ballington jugaran todos los días". Reglas que mandó patentar mientras él seguía entretenido viendo y dirigiendo esta competencia.

CRONICA DE UNA PIEDRA QUE CAMBIO LA RUTINAWhere stories live. Discover now